Pocos años después de acabada la Segunda Guerra,
Leo Strauss (sin duda uno de los filósofos contemporáneos que más y mejor demostraron saber
leer que haya conocido hasta el momento y sin duda también de los más lúcidos y auténticos), indudablemente influido por los acontecimientos de los que tuvo la suerte de permanecer a distancia y gracias a ello de salir ileso, afrontaba, en una serie de conferencias ("¿Progreso o Retorno?", publicado en la recopilación de textos realizada por Thomas L. Pangle bajo el título "El renacimiento del recionalismo político clásico", Amorrortu Editores, Bs. As., 2007), el dilema en que lo ponía su rechazo de la idea de "Progreso" (idea que tal como había evolucionado según él se inscribía enteramente dentro de la más amplia de "Modernidad"), un dilema que se concretaba en la elección entre las dos únicas fuentes previas en el tiempo a esa
Modernidad moralmente retrógrada o perniciosa, las dos que podían ser consideraras por un pensador occidental de origen judío que no estaba dispuesto a renunciar a serlo: la filosofía griega y la teología talmúdica medieval; las únicas que podía contemplar como
Retorno.
Es comprensible que Leo Strauss, a la vista de los acontecimientos
regresivos ocurridos en las tres o cuatro décadas anteriores y de sus consecuencias, reaccionara ante el desconcierto que provocaba esa trasformación brutal de los
ideales de las Luces y del
racionalismo que podía dar pie a suponer un
fraude o una
traición. Strauss no duda por ello en acusar a
Las Luces de propiciar ese resultado que podría llamarse
"La crisis de nuestro tiempo", y eso es lo que lo lleva a posar su mirada en períodos posteriores como la Edad Media y y la antigüedad griega y en sus respectivos productos culturales: la Biblia (por el Antiguo Testamento más exactamente, o
Torá) o el pensamiento socrático, Jerusalén o Atenas en términos politicos.
El contexto resulta de por sí ilustrativo: Norteamérica, que fue su salvavidas en sentido estricto frente a la barbarie nazi fue a la vez fue la responsable directa de la fabricación de la monstruosa tecnología exterminadora que habría de utilizar para acabar expeditivamente con la Guerra. Un mundo que, por otra parte, exhibía las mismas tendencias que los otros habían simplemente llevado a su máxima expresión: "la increíble barbarización que hemos tenido la desdicha de presenciar en nuestro siglo" (pág. 333), un mundo que de una u otra manera continuaba su inevitable proceso de burocratización que más ampliamente que ninguna Polis anterior amenazaba con sepultar todo ideal de "buena vida", todo espacio favorable al desarrollo de la pasión del pensamiento, incluso todo sentido del lenguaje y de la escritura.
Esto no podía sino desconcertar y decepcionar a un filósofo como era Leo Strauss.
No estamos hoy mejor que entonces, ciertamente, y quizá estemos peor según se mire y así cada vez más. Entonces, los embates de las ideologías que se apoyaban en el anticolonialismo y el relativismo cultural, reverdeciendo y potenciando aún más las mismas simplesas emocionales que habían dado lugar al nazismo y al stalinismo, apenas comenzaban a batir las alas: el romanticismo, el nacionalismo, la sublimación de la propia raza, el militarismo reivindicativo y revanchista... Se trataban en realidad rasgos aparentemente contrarios al espíritu de las Luces y que fueron combatidos izando la bandera de La Razón por muchos pensadores bienintencionados. No obstante, Strauss, optando también por el racionalismo a fin de cuentas (el "clásico"), le da la espalda en principio a esa Razón a la que acusa de los males posteriores acaecidos y se plantea ir hacia atrás (lo contrario que el viajero de Wells en todo sentido) en busca de respuestas aparentemente menos contaminadas (ello declarando a la vez una concepción liberal en la que se reconocía, nacida de las revoluciones francesa y americana, por un lado, y coincidiendo de hecho con otras concepciones contemporáneas, igualmente idílicos, y por esto mismo igualmente peligrosos, por el otro; algo un tanto contradictorio que parece indicar ciertas dificultades que no habría sabido o podido afrontar y que han despertado críticas contradictorias).
Pero no es el caso aquí de estudiar las posturas de Strauss en en el mismo plano en que él las sostiene sino tratar de comprender qué lleva a Strauss a buscar una solución, a mi criterio, nueva y básicamente utópica; una solución que intentaré tratar como típicamente intelectual tanto en general como en el contexto de nuestra propia situación histórica.
Lo cierto es que ante el proceso abierto ante sus ojos se le presenta como una marcha hacia el abismo y ello lleva a Strauss a proponer y a proponerse un retorno que se concreta en una vida poco conocida y posiblemente retirada, donde, tal vez como Sócrates, habría intentado encontrar "la felicidad en la conquista del grado más alto posible de claridad que (se) puede alcanzar" (pág. 354), "una pasión peculiar: el deseo o eros filosófico" (pág. 355), ¿o habría sido capaz de autoreprimirse según los preceptos de la Torá, ya que "En nuestra época, el argumento a favor de la filosofía es, podríamos decir, prácticamente inexistente a causa de la desintegración de esta disciplina" (pág. 356)? Posiblemente, en fin, Strauss se apoyase en la diferencia apuntada por Aristóteles, "radical" según la consideraba éste, que existe "entre los requerimientos de la vida social y los de la vida intelectual" añadiendo que "El requerimiento supremo de la sociedad es la estabilidad, en contraposición al progreso" (pág. 327) que "es una noción híbrida" (pág. 329) y que ha entrado en una "crisis culminante" (pág. 330) porque... "no sabemos si (el hombre moderno, "un gigante") es peor o mejor que el hombre anterior" (ibíd., el paréntesis me ha servido sólo para reordenar la frase de Strauss). Lo cierto es que de cualquier modo Strauss insiste en no encontrar otra alternativa ante ese mundo (el nuestro) más que ese retorno imposible como él mismo llega a reconocer (pág. 356); retorno que como indica al inicio de su primera conferencia (pág. 317), sería un arrepentimiento. Como si el suyo valiera por el de la humanidad, como si eso le pidiera o le exigiera y hacia donde sin duda le gustaría conducirla.
Debo señalar además que Strauss hace un cuestionamiento frontal y un tanto ecléctico de la ciencia moderna a la que al final de la tercera conferencia prácticamente la desvaloriza (pag. 366-367), lo que más allá de observaciones francamente pertinentes al respecto (algunas presentes también en Feyerabend desde una óptica un tanto distinta pero convincente), lo priva de un horizonte que le permita comprenderse y comprender. Volveré sobre esto en la medida en que lo permita el tema.
Strauss se torna así un tanto críptico y quizá hasta ecléctico y relativista, pero, a pesar de ello, nos permite comprender, subyacentemente, qué significa la crisis de nuestro tiempo tal y como es pensada y vivida por el intelectual contemporáneo, como expresión de su propia frustración. Y esto es lo realmente importante. Ese dilema que por otra parte se sitúa incluso más allá del marco contemporáneo de esa crisis.
Así, al margen de que Strauss deba ser explicado del mismo modo que él sugería que había que explicar a los clásicos, a la Biblia, a los filósofos medievales, a Spinioza, etc., trataré aquí de rescatar esos descubrimientos suyos que me resultan especialmente provechosos para situar el problema que a mí más me preocupa y que me lleva a situar tanto a Strauss como a sus textos y en particular el estoy considerando de lleno, un verdadero tratado del antagonismo entre filosofía y teología, en el marco de ese problema mayor o más amplio cuya solución (mis disculpas si parezco inmodesto) permitiría a mi entender arrojar una luz diferente tanto acerca de la postura "regresiva" que propone Strauss como acerca de la posición de sus contrarios, los "restauradores" de esa nueva teología en que se ha convertido, si no la propia ciencia cuyo cometido es por definición más concreto ("registrar las regularidades" o "los invariantes" en las palabras de dos renombrados científicos: Gell-Mann y Monod respectivamente), la ideología positivista que se escuda tras ella e inclusive todo el inmenso y multicolor abanico de propuestas más o menos filosóficas, míticas o ideológicas que la intelectualidad tiende una y otra vez a diseñar para reducir y, en teoría, tratar de eliminar su sufrimiento.
Porque lo cierto es que la humanidad ha seguido y sigue su marcha a pesar de la crítica del intelectual y de sus sueños en una dirección distinta de esos sueños, y eso, pienso, es justamente lo que hay que dilucidar: el por qué de las sucesivas frustraciones de la intelectualidad ante los retos que le plantea el mundo real ante el que se siente empujada a dar un aporte real al tiempo que a proponer un mundo idílico en el que no tenga que dejar, ni por un minuto, de ser (o de vivir) lo que le gusta ser, sencillamente, de dejar de propender a "la búsqueda de la sabiduría", eso que pretendidamente persigue la satisfacción sin alcanzarla, sea por mediación del poder ajeno como del propio, que igualmente enajena. Y esto desde Platón en adelante, pasando por Rousseau y acabando, poco más, poco menos, con Marx. Una vocación por la utopía que no cesa ni siquiera en nuestro tiempo, una época en la que sin embargo creo que ya está madura para proceder a la tarea de su dilucidación gracias a las circunstancias.
Y es que: ¿qué le queda al "verdadero filósofo", como Strauss lo llama, sino estudiarse de una buena vez en su "verdadera" realidad, ante una encrucijada como aquella en la que se encontraba y nos encontramos desde poco después del estallido revolucionario?
Las cosas se han ido agravando sin cesar en ese sentido más allá del número de países totalitarios absolutos que haya en pie. Es un auténtico callejón sin salida, tapiado hacia adelante de manera ostensible por la revolución bolchevique y las posteriores ascensiones del stalinismo y del nazismo, pero también por la consolidación de los mega-estados burocratizados nominalmente democráticos de Occidente, que dan cuenta de la definitiva e irreversible apropiación del Poder por una burocracia política que persigue sus propios ideales de sociedad. Una burocracia en parte preexistente a la revolución pero a la que se sumaron los intelectuales de la Luces, formando juntos esos batallones de los que habla el himno francés, y muchos de sus vástagos intelectuales que se reagruparían bajo las banderas novedosas de una supuesta "libertad real" -o "más real"- y que acabarían metamorfoseándose en cuanto de lo que se trató fue de "mantenerse en el Poder", una metamorfosis necesaria... que con el tiempo vería nacer en lugar de esa mezcla momentánea una nueva seudointelectualidad capaz de aprender a hablar sin decir gran cosa y a apelar a los especialistas a sueldo del mismo modo que lo supo hacer l'Ancien Régime, constituyendo la burocracia gobernante de la postmodernidad (lo que, yo aventuro, continuará así hasta que el sistema colapse, sea eso lo que sea, es decir, que no cambiará ni se revolucionará por obra de ningún tipo de acción política situada en los marcos sociales y psicológicos de su propia existencia: el gobierno de esa burocracia inútil, corrupta, limitada, acabará haciendo posible ese colapso).
Strauss mismo se acerca una y otra vez, sin poderlo evitar (y también... sin poderse realizar en esa dirección, ¡eso es lo interesante!), a la frontera que separa al "verdadero filósofo" del político, de caer en la trampa del filósofo que experimenta la necesidad del poder para reformar el mundo a su criterio, o el de su verdadero grupo; para imponer la moral de su grupo, para inculcar a los demás el punto de vista de su grupo, para que esa moral y esos criterios prevalezcan y se reproduzcan como si fueran sus genes. A fin de cuentas... "de lo que se trata es de transformarlo" o, por lo menos de "educar", de "la educación a la multitud" (pág. 350).
Pero no se trata de un error o de una falta de principios: la Polis siempre nos llamará y más en los momentos álgidos y, aunque sea en el límite, tendremos que actuar, que sumarnos a su construcción o a su mantenimiento, y tendremos que liderar y traicionar o ser traicionados. Porque, sin duda, "es imposible suspender el juicio respecto de temas de suma urgencia, asuntos de vida o muerte" (pág. 354).
La crisis de nuestro tiempo, en fin, tal y como se presenta al intelectual contemporáneo, estriba justamente en que no tiene otra salida que ignorar esa llamada o autoengañarse, ignorar esa llamada o resignarse a la subordinación al futuro
grupo triunfador.
De ahí el dilema insalvable de Leo Strauss y de todos nosotros. De ahí que, dejando de lado las consideraciones de detalle que podrían desmontarse o perfilarse según fuese el caso y el punto de vista previo de unos u otros, la defensa que Leo Strauss hace del "Retorno" y que lo lleva a debatirse entre las dos alternativas para él posibles, la filosofía política o la Ley divina (en su caso, la Torá), ambas expresiones posibles de "la vida buena" aunque claramente antagonistas irreconciliables entre sí "en el drama del alma humana", como deja en evidencia (pág. 355); esa defensa a la que Strauss, si se me permite, subordina apriorísticamente muchas de sus observaciones, la convierte sin embargo, y entre otras cosas a la luz de esa subordinación, en una expresión particular y especialmente significativa e ilustradora de la cuestión de fondo, para mí determinante (o al menos más próximo a las causas primeras) de la crisis.
Leamos algunas cosas más de cerca de todos modos y hagámoslo, como seguramente nos pediría Leo Strauss,
correctamente o, mejor dicho,
bien:
Tras señalar que "La civilización occidental tiene dos raíces: la Biblia y la filosofía griega." (pág. 331), Strauss enumera los que considera rasgos "característicos de la modernidad" entre los que destaca "su carácter antropocéntrico", atributo no sólo
a pesar de la ciencia moderna sino incluso a instancia suya (pág. 335-336), algo que, repito, debe comprenderse a la luz del predominio positivista imperante (por cierto, que aún hoy está presente) y que Strauss cuestiona en nombre de la liberación de la filosofía de manos de la ciencia a la que aquella estaría subordinada, reducida al papel de "una especie de conciencia moral o conciencia de esa ciencia". Luego, Strauss compara esa
visión filosófica moderna con los pensamientos clásico y bíblico-medieval, calificando al primero de estos de "cosmocéntrico" y al segundo de "teocéntrico" (pág. 336), ambas obviamente contrarias a considerar que el hombre sea "el origen de toda significación" (ibíd.).
Tenemos pues las tres alternativas, una vigente desde las Luces que hace del hombre "la medida de todas las cosas" (Hobbes, Leibniz, Kant, que Strauss cita y, sin duda, Marx y Engels) y otras dos que fueron "desplazadas" por la primera y que es entre las cuales Strauss intenta encontrar su lugar. Strauss no puede contemplar una cuarta, aunque la ronda por momentos de manera intuitiva y sin duda incompleta.
Lo cierto es que Strauss, en nombre de la opción elegida, encara la diferencia existente de hecho y de derecho entre filosofía (clásica) y religión, las manifestaciones tangibles de ese posible "Retorno", es decir, de una parte
la fé, que prohibe las preguntas (resignación, pues; contención del espíritu intelectual; en este sentido se debe apreciar el paralelo con la Ciencia Positivista), de la otra la
libertad de indagación, supuestamente consciente de la imposibilidad de una meta absoluta, capaz sólo de alcanzar respuestas imperfectas y sólo parcialmente satisfactorias (opción que en el contexto histórico actual, conduce, como veremos luego en concreto, a la resignación de no poder actuar políticamente, o a colocarse en situación de peligro y en todo caso de frustración), no "la plena sabiduría" sino "la búsqueda de la sabiduría" con Platón (pág. 327).
De tal modo, Strauss dice hallarse ante "un conflicto genuinamente radical" que se establecería más allá del "área de encuentro entre la filosofía griega y la Biblia" que sería "la importancia de la moral" (pág. 339), un conflicto que se establece sin embargo en torno al "fundamento" que cada contendiente asigna a esa moral.
Y es en este punto, y después de exponer un buen número de sugerentes referencias a las diferencias y prácticas inconciliables que están presentes en las diversas religiones, cuando Srauss
descubre ("respuesta que se me ocurrió como resultado de leer a Maimónides", como dice -págs. 347/348-) precisamente uno de los conceptos cruciales para la comprensión del dilema real según yo lo veo:
la grupalidad. No por nada lo pongo aquí de relevancia. Leamos:
"... hay un solo modo (característica, naturaleza, según deduce antes), entre los muchos existentes, que tiene particular importancia: es el modo del grupo al cual pertenecemos, nuestro modo (...), nuestro modo (que) es, por supuesto, el modo correcto." (pág. 348-349; los paréntesis son míos). Y añade incluso a continuación: ¡"porque es antiguo", "
ancestral"!
¿De qué otro modo si no podría entenderse la diversidad de morales, de fundamentos, de dioses, de preceptos, de tradiciones... de "certezas" y "creencias", TODAS consideradas por cada grupo como las "verdades reveladas" respecto de las cuales las demás son "blasfemias" y "herejías"?
Strauss no puede sino reconocerlo y ponerlo en evidencia. Se trata de la piedra de toque de la religión, de toda "revelación". Y se trata, y esto es aún más significativo desde mi punto de vista, de aquello que precisamente conduce a la adopción específica de la filosofía por el ser humano pensante: la necesidad de
indagar y de darse por ese camino una explicación acerca de su estancia consciente en y ante el mundo movido, en el fondo, por esa fuerza no silenciable, no reprimible, de la extrañeza humana, un mecanismo que de hecho es el que ayuda al hombre a sobrevivir, a reproducirse, a extenderse, a dominar las cosas y a los demás, etc. De ahí que la filosofía haya constituido el escalón siguiente al mito, como Strauss señala más adelante, lo a mi entender y a la luz de las más recientes investigaciones genéticas no se puede evitar ni negar.
En ese sentido, es un tanto curioso aunque comprensible que Strauss no concluya (para mí, en el mismísimo límite de esa conclusión insoslayable) que tanto la filosofía como la religión (y la ideología científica) sean producto, ni más ni menos, que de un mismo conjunto de pulsiones que el ser humano es incapaz de evitar o reprimir y mucho menos de extirpar, que son ni más ni menos que ámbitos en los cuales el hombre intenta realizar esa satisfacción o esa felicidad que Strauss menciona y llama "vida buena" y que tira del ser humano debido a su idiosincrasia, a que son parte de él. Algo que puede parecer demasiado obvio o genérico pero que pocas veces se tiene realmente presente como
causa en beneficio de la voluntad o del
libre albedrío. Tener siempre presente esto cuando se habla de la conducta humana quiere en realidad decir bastante más que una simple generalidad.
Porque tanto el filósofo como el religioso que practica la filosofía en privado, o bajo autorización del dogma o de la Ley (como Maimónides, Tomás de Aquino, etc.), simplemente son seres humanos sometidos a una serie de pulsiones que definen su conducta, pulsiones que no nacen ni de la voluntad ni de la historia social, sino que se han heredado de los antecesores del hombre y que, con las posibles adaptaciones sucesivas que se hayan producido en el curso del tiempo, se han venido reproduciéndo desde que el
homo sapiens tuvo la capacidad de encontrar un alivio a la extrañeza ("asombro" como dice Strauss) y a la angustia que le producía la puesta en escena de su componente neurológico reflexivo (¿una capacidad tal vez debida a la dificultad creciente de soportar el necesario desarrollo evolutivo del sistema nervioso central, la
contrapartida de esta capacidad, por así decirlo, que parece confirmarse con la presencia de
mecanismos similares en los animales en quienes el fenómeno vendría asociado poco más que al miedo y al
stress, algo que llegaría en ciertos simios a prefigurar una
teoría de la mente? No tengo elementos sino intuitivos e interesados para estar de acuerdo; no veo por qué no habría de ser así volviendo a corroborar los fundamentos de las
teorías evolucionistas que no dejan de aportar nuevos datos con ayuda de los
avances imperables de la tecnología en este campo que menciono a modo de ejemplo).
Parece simple e inmediato en cuanto unimos la cadena que arranca con el surgimiento mismo de la vida de la cadena previa (al menos en La Tierra) de la química, una cadena que una vez que se pone en movimiento, en marcha, se ve impelida a
conservarse y a
responder a las circunstancias del entorno cercano (a adaptarse y a adaptar el entorno a sí misma), es decir, a resistirse a abandonar la escena (consiga o no la estabilidad, se modifique, se asocie en cualquier grado de subordinación o de dominio, o se extinga, aunque esto último, al menos por ahora, sólo ha afectado a especies e individuos y no al conjunto de la
biosfera).
Pues bien, esa simplicidad explicativa me lleva precisamente a describir al ser humano como algo inestable que sin embargo, en lugar de superar el conflicto que su naturaleza determina mediante una mutación o una transformación hacia un ser nuevo e insospechado, apela para mantenerse en pie a la imaginación, al mito, a la religión a la filosofía, a la ciencia y a la tecnología. Tal vez, nos resulte monstruoso o nos parezca parte de lo posible sin más, mediante la anulación absoluta de toda preocupación que vaya más allá de lo inmediato, en el mejor estilo de la conducta adoptada por los imaginados
Eloi de H. G. Wells a quienes llevará la cultura
progresista desde el pasado
victoriano, curiosa doble inversión insisto de la pretensión de Strauss.
Strauss sin embargo no llega tan lejos y prefiere huir hacia atrás, retirarse en cierto modo al menos en el aspecto intelectual, a costa tal vez de permanecer en un limbo esotérico. Y todo ello pese a aproximarse varias veces en este y otros textos, , como he comprobado, a un esbozo de una
sociología del intelectual (Pierre Guglielmina cita un suculento párrafo de Strauss donde éste habla de una "sociología de la filosofía" en su trabajo "Leo Strauss y el arte de leer", Amorrortu, 2007, pág. 28), algo que se ha hecho hasta ahora de un modo fragmentario y confuso hasta donde yo sé (y Guglielmina corrobora en principio) y que Strauss por lo menos perfila claramente, descartando la supuesta y nefasta mentira de que la intelectualidad puede ser representante de clases, naciones o razas,
como vengo sosteniendo contra el marxismo en primer lugar y también contra las utópicas pretensiones de la Ilustración y del Liberalismo Clásico que los antecedieron, un punto aparentemente en común con Strauss, aunque debo insistir en que el enfoque nos distancia (o tal vez... "los fundamentos"). Strauss no acaba de situar las opciones reales en movimiento, en su interacción con el resto de lo real, cayendo en cierto modo en un encubierto platonismo en donde filosofía y filósofos, religión y religiosos, aparecen casi como meras ideas incorpóreas e inmutables que se encontrarían más
fuera que
dentro de la famosa "
caverna" de Platón. Y sin embargo sostiene:
"La sociología del conocimiento (...) Se interesó más en la relación entre los diferentes tipos de pensamiento (...) que en la relación fundamental del pensamiento como tal con la sociedad como tal. No vio en esa relación fundamental un problema práctico importante. Se inclinó por considerar las diferentes filosofías como las expresiones de distintas sociedades, clases sociales o espíritus étnicos. No contempló la eventualidad de que todos los filósofos pudieran constituir por sí solos una clase, o de que lo que une a todos los verdaderos filósofos fuera más importante que lo que une a un filósofo en particular con un grupo específico de no filósofos." (citado por Guglielmina, op. cit., pág. 28-29; de "La persecución y el arte de escribir" cuya publicación en castellano ya está anunciada para mi satisfacción; obviously because is better for me to read in spanish...)
Strauss tiene una notable capacidad intuitiva y alcanza a detectar los fenómenos a los que se encuentra vinculado ese mecanismo aunque sin llegar a apelar a la
evolución, que le permitiría una comprensión sin duda más profunda, como en lo referente a la mencionada
grupalidad o al origen evolutivo de esos deseos de realización de las condiciones básicas para la felicidad, como la solución al conflicto que vive entre lo ideal y lo real, lo finito y lo infinito, lo bueno y lo efectivo, la capacidad para comprender y la imposibilidad de comprenderlo todo, etc.
Referencias todas ellas que explicarían las causas materiales de las muchas "revelaciones" y las muchas "morales" así también como sus sistemáticas violaciones. Pues, como señala Judith Rich Harris:
"Pertenecemos a una especie que tiene una larga historia evolutiva de vida en pequeños grupos que han competido o peleado entre ellos. Los ganadores en estos enfrentamientos fueron nuestros ancestros, y es a ellos a quienes debemos nuestra inclinación a identificarnos con un grupo y a que nuestro propio grupo sea el que más nos guste. A ellos les debemos la facilidad con que se despierta nuestra hostilidad hacia otros grupos." ("El mito de la educación", DeBolsillo, pág. 357)
Algo que, dicho sea de paso, a mi criterio y al de Harris, tiene tanto peso en el comportamiento humano que la
religiosidad y la moral, dicho sea esto de paso, nunca han servido como
diques de contención sino más bien como justificación para la superioridad de unos grupos sobre los opuestos (
mis dioses son más visibles y útiles...,
nuestro Dios nos eligió...,
la Ley es la de nuestro Dios..., etc.) y en nombre de lo cual se defienden ambas al unísono:
"El mandamiento no matarás, recién bajado del monte Sinaí, no pareció estorbarle a Josué para llevar adelante la matanza de los habitantes de Jericó, Ai, Maqueda, Libnah, Laquis y Eglon. La idea de que Dios podía prohibirle matar no se le pasó jamás por la cabeza." ibíd., pág. 152, aunque recomiendo no dejar de leer hasta la pág. 155 como mínimo).
...Aunque... esta cita no añade gran cosa a la historia entera de la humanidad que alcanza hoy la crueldad y ceguera
fiel del terrorismo.
Así, me inclino por considerar la preocupación que Strauss manifiesta de manera explícita en torno a la diyuntiva de llevar una
vida religiosa o una
vida filosófica, entre un
retorno a la Edad Media o un
retorno a la Grecia Antigua, no es para mí, repito, sino una más de las diversas manifestaciones que adopta la más general y causal debida al enfrentamiento o al conjunto de interacciones que se establecen entre el mundo como fenómeno global y fragmentario y la propiedad,
característica,
conducta o
naturaleza humana, como se la quiera llamar (y que sea como sea debe y puede ser explicada, incluso... no queda otra opción que explicar debido a esas características). Algo especialmente
fuerte en el intelectual, en el "filósofo verdadero", y en el propio Strauss.
La parte visible de la discusión que expone Strauss es interesantísima sin duda y provee sustanciales argumentos para comprender por qué la historia se desprendió primero de la filosofía clásica y después de la medieval, o las marginó, y por qué se estructura por un lado la ciencia como religión nueva, sacándola de su específica función proveedora e invadiendo sutilmente el campo de la filosofía con una ideología
seudo rigurosa. Como permite también comprender que ese Retorno es una utopía y que no podemos admitir haya una vida que nos constriña a filosofar dentro de límites rigurosos y supervisión dogmática o legal (¿no sería esto lo que nos promete no ya el pasado medieval sino el totalitarismo ideocrático que ha aplastado, aplasta y promete aplastar el mundo; no es esto lo que promete la concepción dogmática o positivista de la Ciencia que amenaza aplastarnos usurpando su nombre? ¡Sinceramente, no comprendo cómo Strauss puede oponerse a estas cosas y tener en consideración la opción hipócrita, desconcertante y oportunista de las religiones! ¡Y creo que una visión filosófica apoyada en la ciencia con los parámetros que he trazado escuetamente podrían servir de base a una cuarta alternativa que no sería antropocéntrica en absoluto y que en todo caso sería más bien
cosmocéntrica, como la socrática, entendiendo el cosmos también de manera limitada... y ausente de dioses, desavenidos o no!)
Sí, todo eso es interesante, pero me llevaría desviarme demasiado entrar en muchos más pormenores. En todo caso, recomiendo calurosamente la lectura de esos textos, a quien interese y esté dispuesto a
oír (es decir, quiera de verdad
leer): los textos de Strauss no tienen desperdicio y sin duda impulsan a pensar (aunque no sea a pensar lo que yo pienso, claro). Debo añadir por último que no me extraña para nada que Strauss, como en su día Platón, acabaran dándole la espalda al mundo que antes se la diera a ellos... para sólo trabajar para el futuro (leyendo, escribiendo y transmitiendo lo que les venía a la mente) según soñaban que ése debía ser. Realizándose a través de la satisfacción de creer (sin poderlo demostrar, como seguramente deba ser el caso) que "avanzaban en la búsqueda de la verdad".
Creo por último no haber tergiversado ni manipulado a Strauss. La
urgencia por una respuesta contemporánea ante una situación
sin salida lo condujo a una respuesta que no creo que lo dejara satisfecho. Tampoco lo consiguieron los clásicos a cuyo ejemplo acude. Y es que la posibilidad misma de satisfacción intelectual es, como Strauss reconoce, una utopía, un nuevo mito... al menos hoy en día.