Todavía quedan intelectuales (término que de por sí hace redundante el añadido de occidentales) que viven, de hecho o de derecho y en mayor o menor grado, en una relativa aunque esencial marginación social, a veces sin ser del todo conscientes de ello. Se trata de una cantidad nada despreciable de individuos que se caracterizan por disfrutar de la reflexión y la lectura, por ser altamente observadores y hasta críticos, y por vivir lo mejor posible (o desearlo) gracias a esas capacidades.
No obstante, la mayoría de ellos apenas si consigue recoger las migajas de la modernidad en el seno de cuyas instituciones y a base de hacer carrera al uso, es decir, de aceptar primero proletarizarse y ceñirse a una especialización extrema y a veces aburrida, podrían conseguir "algo más"... aunque claudicando o marginando sus más satisfactorias apetencias. Esas instituciones han proliferado hasta constituir el auténtico entramado de nuestras sociedades contemporáneas (Universidades, Institutos, Fundaciones, Iglesias, Partidos políticos, Corporaciones capitalistas, Corporaciones publico-administrativas, etcétera), conviertiéndose en meras extensiones del Estado, de los grupos gobernantes y de los grupos con perspectivas y vocación de serlo. Algunos de esos intelectuales han caído, si cabe, en una especie de esquizofrenia social al buscar la supervivencia al margen de sus cualidades reflexivas a la vez que al margen de la comodidad y servidumbre de lo político propiamente dicho. Muchos se contentan con imaginar un público más potencial que efectivo que esperan encontrar en el hiperespacio cibernético y echan su leña sistemática a la caldera de internet, "realizándose" de ese casi único modo que les queda.
Estos pensadores se hallan, gracias a su desventura, algo menos atados a las servidumbres del sistema que los empuja cada vez más no sólo a convertirse en proletarios culturales (en todo caso, en especialistas) sino en burócratas (aparentemente) expertos.
Sin embargo, muchos de ellos, en lugar de avanzar resueltamente hacia la autoconciencia dolorosa (la única posible más allá de sus momentáneos efectos estimulantes, propios de toda droga), tienden a refugiarse en el pasado o a pedirle auxilio nostálgico (tal vez una reminiscencia de la felicidad infantil y prenatal tal como se nos aparece en sueños), esto es, a "retroceder" o, como diera Leo Strauss, a "arrepentirse", arrepentirse en nombre del mundo entero; una variante profana a fin de cuentas de la crucificción aceptada por Jesús, el Redentor por antonomasia.
Ese refugio protector, ese escondrijo o parapeto, se levanta con el barro de las tradiciones y los viejos valores, que una vez aferrados se agitan ante la realidad al modo en que Abraham Van Helsing agitara el crucifijo o la ristra de ajos ante los vampiros. Educados, o simplemente nacidos en esta relativamente larga era del homo sapiens que se caracteriza entre otras cosas por su lucha desde la debilidad y el socorro de la astucia (otra cosa que tocará explicar con detalle), rechazan el mundo recibido, que tantos obstáculos les pone a instancias de sus mutuas temporalidades, y con ello todo sentido de la realidad. Lo que Nietzsche vituperó como "negación de la vida" aunque desde un punto de vista que desvalorizaba a unos individuos que no hacían sino actuar , simplemente, con la idiosincrasia típicamente humana en condiciones ambientales adversas. Esa defensa, debemos comprenderla en lugar de pregonar inútilmente otras conductas más elevadas, haciendo a fin de cuentas lo mismo (reivindicando viejos valores imposibles, al menos momentáneamente; innecesarios e ineficaces, al menos momentáneamente, como la virtud, el valor, la honestidad, etc.), como si las palabras fueran mágicas además de eternas y universales; como si se hubiesen legitimado más allá de la muerte de los dioses y de las sistemáticas traiciones de La Razón: las mencionadas entre paréntesis y todas las que Hobbes tuvo a bien definir en su "Leviatán" con la intencionalidad de sentar bases de entendimiento "rigurosas" y definitivas per secula seculorum, basadas a su vez las mismas en un apriorismo idealista o platónico que amalgamaba "La Caverna" a "La Naturaleza" o al "derecho natural", en la que, en todo caso, se situaba todo lo que la lógica de su tiempo necesitaba para abrir los espacios del poder a los intelectuales (como el mismo Hobbes era o como lo pretendió y consiguió Galileo al hacerse cortesano). Una práctica necesaria a la supervivencia (necesaria en los límites psicosociales de sus actores, encorsetada en otras palabras por la realidad social de su tiempo) y... que empieza a ser cada vez menos eficiente u operativa en las actuales circunstancias en las cuales el espacio posible obliga a la claudicación o a una ridícula resistencia que se reduce a la queja y a la mendicidad inconsecuentes (retomaré este punto relativo a la visión de Hobbes ya que tiene para mí más significación de lo que podría parecer).
Las palabras, así, vuelven a perder significado en sus discursos, ahondando la brecha que las separaba de toda significación gracias a las necesidades proselitistas de los burócratas políticos y culturales que usufructúan el poder real. Las palabras, así, distraen y confunden; son apenas amasadas y horneadas para consumo de los opresores desconcertantes.
La única posibilidad de rescatarlas, para quienes simplemente las consideran como gemas incluso no reconociéndoles más valor que el dionisíaco, el erótico, el artístico, el gratuito... es incrustarlas en el Tiempo, aceptarlas como valores presentes que no tienen por qué ser universales para ser asumidos, es decir, comprender su función temporal, grupal, coyuntural y necesaria que sus respectivos actores tienen todo el derecho de esgrimir, de la misma manera que se comprende que los antepasados blandieran el garrote, posteriormente la espada y hoy el arma de fuego.
¿Quiere eso decir que deberíamos aceptarlo todo? ¿Quiere decir eso que apuesto por esa mera postura sin rigor a la que se llama relativismo? No, se trata de comprender algo muy simple pero a la vez muy obstaculizado por "la mala conciencia".
Y para que no se saquen las conclusiones de siempre, me permitiré ser más preciso. Ya lo había ejemplificado a lo largo de todo mi blog, lleno de posiciones políticas, es decir, de respuestas comprometidas ante las exigencias de la polis, y sin ir más lejos en el post inmediatamente anterior a éste, que recomiendo leer más por lo que pretende, al menos, inferir en cuanto a la metodología y el reenfoque que propone que por lo que dice de concreto, así como los dos precedentes. Me refiero a mi para mi inevitable asunción de mi propio compromiso y a mi convicción de que nadie puede soslayarlo por más que pregone el relativismo que se haya inventado y que contradirá a cada paso de su vida, hipócrita o incoherentemente, que en todo caso habrá que identificar bien ("leer bien") y si acaso denunciar.
Lo que debe quedar claro (para mí lo está a falta de que se me demuestre lo contrario) es que los hombres no optan porque sí por unos u otros medios de defensa/ataque, aunque eso les parezca a los racionalistas. Por el contrario, el enfoque que lleva a esa conclusión (que no debe ser simplificada) permite eso que tanto les cuesta a ellos explicarse: el por qué no resulta eficaz el razonamiento para cambiar una conducta, especialmente si es la de las masas.
Y es que la voz que comenzó a hablarnos un día de un modo inteligible y que nos habría sobresaltado sin pausa y por sistema, la voz que fue atribuida inevitablemente a un "demon" o a cualquier otro ente mágico y por fin o en última instancia a los dioses, es demasiado perturbadora y lo sigue siendo. Pero esa voz, hoy "lo sabemos", ha sido un simple resultado de la evolución y no hace sino estar al servicio de nuestra supervivencia por más difícil de creer que esta simple y simplificadora idea nos parezca. Y por difícil que sea esto de asumir en su profundidad abismal.
Esto, que parece a la vez de puro perogrullo, no es fácil de aceptar que sea simplemente un resultado derivado de un proceso de adaptaciones sucesivas: parece demasiado "mágico" y... empobrecedor. Y es que es muy duro para quienes tanto poder han demostrado pensarse como meros herederos de hienas y buitres, de pájaros que viven de robarle los panales a las laboriosas abejas a quienes a su vez robábamos para hacernos con la miel sin riesgo de picaduras, etc., como es el caso: débiles carroñeros y patéticos pero avispados aprovechados que nuestra propia culpabilidad comienza un día a vituperar horrorizada, empujándonos por inversión a sostener que quizás no habría merecido que la conciencia naciera en seres como nosotros (es decir, que para merecerla habría que renunciar punitivamente a nuestra animalidad -"nuestra", la de la hiena, no la del valeroso tigre, no la del infalible halcón...-). Como corresponde a consecuentes herederos de los viejos carroñeros, optaremos cada vez por hacer aquello que nos resulte más económico, más cómodo, menos arriesgado, algo que aunque no nos lo parezca se podría confirmar en la medida en que se tomaran en cuenta todas las circunstancias. Nos lo impone toda nuestra historia y la que nos precediera.
Pero es que esa conciencia nació tal vez, precisamente, para (un para no prediseñado, claro) que como tales animales indefensos pudiéramos sobrevivir, porque precisamente tales como esos lo necesitaban o habrían perecido... hasta otra ocasión o hasta nunca; mediante la argucia, ¡esa chispa mágica que se puso a hablarnos al oído interno!
¿Parece poca cosa? Pues esa pesadísima herencia nos determina tanto como el ADN de nuestros propios padres de quienes esos primeros homínidos no se hallan tan alejados como ya sabemos. En todo caso, no tanto por acción directa de una especie de gen que se habría conservado hasta nosotros, sino en base a la sistemática consolidación, imbricación y complejización iniciada a partir de esa herencia; en base a las sucesivas construcciones levantadas a instancias de los primeros impulsos y necesidades. Y, claro, no es lo único ni siempre lo predominante (el asunto es obviamente muy complejo como para describir de un plumazo siquiera lo fundamental del proceso).
Pero volvamos al presente en el que el espacio para la intelectualidad (esa variante, insisto, de la especie de los carroñeros, de la cual la burocracia usurpadora, los Eutifrones, como los he llamado en otros artículos sobre el mismo tema, son su forma más cercana; esa variante para los cuales los dioses no tienen la última palabra...) se manifiesta más reducido y frustrante que nunca. En este marco cercano, palpable, la realidad se debería poder observar en todo su significado y debería resultar casi innegable lo que sucede con las palabras y los discursos.
...y de los tiempos que corren:
En primera instancia, se observa que "La Crisis" ha empujado y empuja a la impotencia tanto al pueblo llano de Occidente (que aceptaba con resignación y esperanza, como el mal menor si acaso, que el Estado proveyese y no sólo lo engañase, lo explotase y lo oprimiese) como a su intelectualidad proletarizada o marginada. Quedan, arriba, creyéndose por lo visto libres de ser barridos por el temporal (las advertencias de Sarkozy fueron puras justificaciones para el paternalismo), en todo caso comprometidos con su única habilidad y sus raíces en suelo burocrático, los que se dicen gestores y dirigentes de la sociedad, los que se atribuyen la representación efectiva de todos.
Y unos y otros contribuyen así a vaciar de todo contenido y significación esas palabras: unos las desconocen, otros pretenden que signifiquen lo que significaron, los últimos lo que pretenden que los demás crean y lo que cada vez suene mejor. Por ello, esas armas verbales que con más idealidad y apariencia que con realidad, son afiladas en la fragua del retoque adaptativo, ya no sirven ni siquiera para avergonzar a los opresores de hoy y menos para torcer sus acciones hacia los ideales atesorados con melancolía digna de mejores afectos. Las flechas son capturadas en el aire y devueltas con forma de redes.
Sí, sin duda el miedo (volvamos, pues, al miedo) lleva a buscar refugio, como ya dije, en el idealismo racionalista que Sócrates y sus discípulos no sólo nos legaran sino que supieron inocularnos per secula seculorum. El miedo a la vida, como lo denunciara Nietzsche; el miedo a reconocer nuestra orfandad insuperable, propia de un resultado pasajero que pugna por darse una meta que nadie le puede dar (como no sea ese fantasma cuya voz escucha dentro suyo); el miedo, también, a que el animal que nos ocupa acabe con nosotros...
Todas cosas muy aprovechables por cierto por nuestros propios congéneres competidores para acorralarnos (algo que en Hobbes dicho sea de paso, se da la vuelta y se reduce para crear una supuesta necesidad, robinsoniana, e inocular una oportuna "mala conciencia" masiva que tanta utilidad tendrá para la burocracia post-revolucionaria y neorevolucionaria, para los nacionalismos, los fascismos, los bolchevismos, los "anticolonialismos", los "tercermundismos"; nada que no haya nacido con Sócrates y que pasara al cristianismo, como denunciara Nietzsche; nada que no nos siga persiguendo y lastrando a pesar de Nietzsche (me permito remitiros a El problema de Sócrates").
Porque ¡esa es también la capacidad maliciosa de la conciencia utilitaria humana!: la de saber aprovechar la del contrincante, éste, esos, unos "objetos" más del mundo, unos "objetos" más que deben ser manipulados, controlados para afirmar el dominio, para conservarlo y hacerlo seguro, y para ello... cada vez mayor, cada vez más complejo.
La Razón, si por Hobbes hubiese sido, tendría que haberse impuesto por sí misma... siempre que no fuera la escolástica, es decir, siempre que no contuviese contradicción lógica interna alguna... como suponía la suya gracias a una combinación de rigor conceptual y realismo estático o atemporal, el realismo de "La Caverna", el realismo imaginariamente instituido en los hechos para ser luego re-extraído como si proviniera de la realidad eterna, no contaminada por el hombre, por su sociedad, por su presencia. Obviamente, la que quedara abandonada en la prehistoria, en la naturaleza, en la simpleza que precedió a su tiempo...
El racionalismo, que inevitablemente tendría la batalla perdida de antemano, es sin duda un refugio perfecto. Pero, día a día esa derrota intrínseca se haría cada vez más evidente, aunque sin que la intelectualidad diese su brazo a torcer una muestra de resistencia denodada y nostálgica que lleva cada vez más hacia la frustración, la renuncia más o menos concreta a actuar y a denunciar lo que sucede, a veces incluso a la claudicación, en algunas ocasiones incluso amenazando con convertirnos en una leyenda como la de la renombrada historia de Matheson de los vampiros.
Era algo que se debería haber visto con sólo estudiar su idiosincrasia, pero hoy el mundo, en la continuidad de su marcha ha caído sobre ello con todo su peso, destrozando totalmente su supuesta efectividad, tanto para el combate como para la defensa, tanto para avanzar en sus utópicas pretensiones como para servir de refugio y evitar ser esclavizados. Las sistemáticas referencias al pasado que se hicieron desde un principio para dar fundamento a los mitos tranquilizadores, como los de la Biblia o las Filosofías Clásicas y Renacentistas, han caducado como armas y tal vez ya no podamos volver a restablecer nunca su íntimo sentido, el que se hacía necesario a los hombres de un mismo grupo para reconocer y señalar al traidor y castigarlo o para honrar a aquel en quien confiaban la prosperidad de su vida; todo en última instancia como respuesta práctica, política, a la necesidad de unirse a los demás para superar las limitaciones físicas aunque también psicológicas.
¿Y del futuro, qué...?
Esos tiempos, me parece (o me gustaría... más allá del tiempo que esto lleve), pasarán, morirán asfixiados muy a pesar de muchos de nosotros, a pesar quizás e incluso de los intelectuales que aún sobrevivimos dispuestos a morir por nuestras convicciones...
En los últimos tiempos hemos acabado por ser secuestrados, a causa de nuestra debilidad congénita, de nuestras preferencia por lo idílico para la mente y de lo cómodo para la animalidad congénita, por seres aparentemente similares a nosotros que supieron liberarse de todo prejuicio, de toda vergüenza, de toda conciencia, de todo valor conceptual o formal, a la vez que aprendieron sus palabras para un uso hipócrita y egoísta (grupalista, en realidad) y que gracias a todo ello se tornaron unos auténticos invasores.
La ciencia ficción ya lo decía quizás sin saber hasta dónde habría dado en la tecla, es decir, hasta qué punto no vendrían del espacio exterior ni como producto de monstruosas mutaciones ocasionales... muchas, de todos modos, provocadas por la idiosincrasia íntima del hombre. Lo decía la literatura, que ya demostró con Kafka o Camus hasta dónde era capaz de desnudar las cosas.
La vida, sin duda, ha encontrado, como mil y una vez antes, su camino sin meta; fiel en exclusiva a la voluntad de seguir viviendo en el mundo con el que se encontraba y el tiempo en el que eso sucedía. Tal vez el hombre pueda algún día ser capaz de vivir no sólo lo inmediato sino un poco en el futuro (de verdad y no como hasta ahora, proyectando el pasado), y tal vez pueda entonces y en alguna parte rescatar sus viejas palabras y revivir mitos más "naturales"; tal vez una eterna representación sin consecuencias, sin otra pretensión que el arte (otro sueño nietzscheano e intelectual sin duda), el erotismo (que sin duda se vive incluso con la reflexión). Quizá tenga, podría ser posible, que empezar de más atrás o inclusive de cero... Quizás deje la vieja piel, los viejos órganos, el viejo cerebro y las viejas palabras, y se convierta en "otra cosa".
Por eso, a veces me invade una nostalgia anticipada por el hombre del mismo modo en que he comprobado que le pasaba a Nietzsche. Y a veces, me pregunto si no habré de huir como hizo él hacia la simplificación de la locura; aunque sé que ni siquiera eso puede hacerse voluntariamente si no es realizándolo como suicidio. Más bien, al menos mientras la senilidad no me fagocite, creo que simplemente estaré condenado a seguir siendo trágico (y bastante histriónico).
Concluyendo:
No obstante, la mayoría de ellos apenas si consigue recoger las migajas de la modernidad en el seno de cuyas instituciones y a base de hacer carrera al uso, es decir, de aceptar primero proletarizarse y ceñirse a una especialización extrema y a veces aburrida, podrían conseguir "algo más"... aunque claudicando o marginando sus más satisfactorias apetencias. Esas instituciones han proliferado hasta constituir el auténtico entramado de nuestras sociedades contemporáneas (Universidades, Institutos, Fundaciones, Iglesias, Partidos políticos, Corporaciones capitalistas, Corporaciones publico-administrativas, etcétera), conviertiéndose en meras extensiones del Estado, de los grupos gobernantes y de los grupos con perspectivas y vocación de serlo. Algunos de esos intelectuales han caído, si cabe, en una especie de esquizofrenia social al buscar la supervivencia al margen de sus cualidades reflexivas a la vez que al margen de la comodidad y servidumbre de lo político propiamente dicho. Muchos se contentan con imaginar un público más potencial que efectivo que esperan encontrar en el hiperespacio cibernético y echan su leña sistemática a la caldera de internet, "realizándose" de ese casi único modo que les queda.
Estos pensadores se hallan, gracias a su desventura, algo menos atados a las servidumbres del sistema que los empuja cada vez más no sólo a convertirse en proletarios culturales (en todo caso, en especialistas) sino en burócratas (aparentemente) expertos.
Sin embargo, muchos de ellos, en lugar de avanzar resueltamente hacia la autoconciencia dolorosa (la única posible más allá de sus momentáneos efectos estimulantes, propios de toda droga), tienden a refugiarse en el pasado o a pedirle auxilio nostálgico (tal vez una reminiscencia de la felicidad infantil y prenatal tal como se nos aparece en sueños), esto es, a "retroceder" o, como diera Leo Strauss, a "arrepentirse", arrepentirse en nombre del mundo entero; una variante profana a fin de cuentas de la crucificción aceptada por Jesús, el Redentor por antonomasia.
Ese refugio protector, ese escondrijo o parapeto, se levanta con el barro de las tradiciones y los viejos valores, que una vez aferrados se agitan ante la realidad al modo en que Abraham Van Helsing agitara el crucifijo o la ristra de ajos ante los vampiros. Educados, o simplemente nacidos en esta relativamente larga era del homo sapiens que se caracteriza entre otras cosas por su lucha desde la debilidad y el socorro de la astucia (otra cosa que tocará explicar con detalle), rechazan el mundo recibido, que tantos obstáculos les pone a instancias de sus mutuas temporalidades, y con ello todo sentido de la realidad. Lo que Nietzsche vituperó como "negación de la vida" aunque desde un punto de vista que desvalorizaba a unos individuos que no hacían sino actuar , simplemente, con la idiosincrasia típicamente humana en condiciones ambientales adversas. Esa defensa, debemos comprenderla en lugar de pregonar inútilmente otras conductas más elevadas, haciendo a fin de cuentas lo mismo (reivindicando viejos valores imposibles, al menos momentáneamente; innecesarios e ineficaces, al menos momentáneamente, como la virtud, el valor, la honestidad, etc.), como si las palabras fueran mágicas además de eternas y universales; como si se hubiesen legitimado más allá de la muerte de los dioses y de las sistemáticas traiciones de La Razón: las mencionadas entre paréntesis y todas las que Hobbes tuvo a bien definir en su "Leviatán" con la intencionalidad de sentar bases de entendimiento "rigurosas" y definitivas per secula seculorum, basadas a su vez las mismas en un apriorismo idealista o platónico que amalgamaba "La Caverna" a "La Naturaleza" o al "derecho natural", en la que, en todo caso, se situaba todo lo que la lógica de su tiempo necesitaba para abrir los espacios del poder a los intelectuales (como el mismo Hobbes era o como lo pretendió y consiguió Galileo al hacerse cortesano). Una práctica necesaria a la supervivencia (necesaria en los límites psicosociales de sus actores, encorsetada en otras palabras por la realidad social de su tiempo) y... que empieza a ser cada vez menos eficiente u operativa en las actuales circunstancias en las cuales el espacio posible obliga a la claudicación o a una ridícula resistencia que se reduce a la queja y a la mendicidad inconsecuentes (retomaré este punto relativo a la visión de Hobbes ya que tiene para mí más significación de lo que podría parecer).
Las palabras, así, vuelven a perder significado en sus discursos, ahondando la brecha que las separaba de toda significación gracias a las necesidades proselitistas de los burócratas políticos y culturales que usufructúan el poder real. Las palabras, así, distraen y confunden; son apenas amasadas y horneadas para consumo de los opresores desconcertantes.
La única posibilidad de rescatarlas, para quienes simplemente las consideran como gemas incluso no reconociéndoles más valor que el dionisíaco, el erótico, el artístico, el gratuito... es incrustarlas en el Tiempo, aceptarlas como valores presentes que no tienen por qué ser universales para ser asumidos, es decir, comprender su función temporal, grupal, coyuntural y necesaria que sus respectivos actores tienen todo el derecho de esgrimir, de la misma manera que se comprende que los antepasados blandieran el garrote, posteriormente la espada y hoy el arma de fuego.
¿Quiere eso decir que deberíamos aceptarlo todo? ¿Quiere decir eso que apuesto por esa mera postura sin rigor a la que se llama relativismo? No, se trata de comprender algo muy simple pero a la vez muy obstaculizado por "la mala conciencia".
Y para que no se saquen las conclusiones de siempre, me permitiré ser más preciso. Ya lo había ejemplificado a lo largo de todo mi blog, lleno de posiciones políticas, es decir, de respuestas comprometidas ante las exigencias de la polis, y sin ir más lejos en el post inmediatamente anterior a éste, que recomiendo leer más por lo que pretende, al menos, inferir en cuanto a la metodología y el reenfoque que propone que por lo que dice de concreto, así como los dos precedentes. Me refiero a mi para mi inevitable asunción de mi propio compromiso y a mi convicción de que nadie puede soslayarlo por más que pregone el relativismo que se haya inventado y que contradirá a cada paso de su vida, hipócrita o incoherentemente, que en todo caso habrá que identificar bien ("leer bien") y si acaso denunciar.
Lo que debe quedar claro (para mí lo está a falta de que se me demuestre lo contrario) es que los hombres no optan porque sí por unos u otros medios de defensa/ataque, aunque eso les parezca a los racionalistas. Por el contrario, el enfoque que lleva a esa conclusión (que no debe ser simplificada) permite eso que tanto les cuesta a ellos explicarse: el por qué no resulta eficaz el razonamiento para cambiar una conducta, especialmente si es la de las masas.
Y es que la voz que comenzó a hablarnos un día de un modo inteligible y que nos habría sobresaltado sin pausa y por sistema, la voz que fue atribuida inevitablemente a un "demon" o a cualquier otro ente mágico y por fin o en última instancia a los dioses, es demasiado perturbadora y lo sigue siendo. Pero esa voz, hoy "lo sabemos", ha sido un simple resultado de la evolución y no hace sino estar al servicio de nuestra supervivencia por más difícil de creer que esta simple y simplificadora idea nos parezca. Y por difícil que sea esto de asumir en su profundidad abismal.
Esto, que parece a la vez de puro perogrullo, no es fácil de aceptar que sea simplemente un resultado derivado de un proceso de adaptaciones sucesivas: parece demasiado "mágico" y... empobrecedor. Y es que es muy duro para quienes tanto poder han demostrado pensarse como meros herederos de hienas y buitres, de pájaros que viven de robarle los panales a las laboriosas abejas a quienes a su vez robábamos para hacernos con la miel sin riesgo de picaduras, etc., como es el caso: débiles carroñeros y patéticos pero avispados aprovechados que nuestra propia culpabilidad comienza un día a vituperar horrorizada, empujándonos por inversión a sostener que quizás no habría merecido que la conciencia naciera en seres como nosotros (es decir, que para merecerla habría que renunciar punitivamente a nuestra animalidad -"nuestra", la de la hiena, no la del valeroso tigre, no la del infalible halcón...-). Como corresponde a consecuentes herederos de los viejos carroñeros, optaremos cada vez por hacer aquello que nos resulte más económico, más cómodo, menos arriesgado, algo que aunque no nos lo parezca se podría confirmar en la medida en que se tomaran en cuenta todas las circunstancias. Nos lo impone toda nuestra historia y la que nos precediera.
Pero es que esa conciencia nació tal vez, precisamente, para (un para no prediseñado, claro) que como tales animales indefensos pudiéramos sobrevivir, porque precisamente tales como esos lo necesitaban o habrían perecido... hasta otra ocasión o hasta nunca; mediante la argucia, ¡esa chispa mágica que se puso a hablarnos al oído interno!
¿Parece poca cosa? Pues esa pesadísima herencia nos determina tanto como el ADN de nuestros propios padres de quienes esos primeros homínidos no se hallan tan alejados como ya sabemos. En todo caso, no tanto por acción directa de una especie de gen que se habría conservado hasta nosotros, sino en base a la sistemática consolidación, imbricación y complejización iniciada a partir de esa herencia; en base a las sucesivas construcciones levantadas a instancias de los primeros impulsos y necesidades. Y, claro, no es lo único ni siempre lo predominante (el asunto es obviamente muy complejo como para describir de un plumazo siquiera lo fundamental del proceso).
Pero volvamos al presente en el que el espacio para la intelectualidad (esa variante, insisto, de la especie de los carroñeros, de la cual la burocracia usurpadora, los Eutifrones, como los he llamado en otros artículos sobre el mismo tema, son su forma más cercana; esa variante para los cuales los dioses no tienen la última palabra...) se manifiesta más reducido y frustrante que nunca. En este marco cercano, palpable, la realidad se debería poder observar en todo su significado y debería resultar casi innegable lo que sucede con las palabras y los discursos.
...y de los tiempos que corren:
En primera instancia, se observa que "La Crisis" ha empujado y empuja a la impotencia tanto al pueblo llano de Occidente (que aceptaba con resignación y esperanza, como el mal menor si acaso, que el Estado proveyese y no sólo lo engañase, lo explotase y lo oprimiese) como a su intelectualidad proletarizada o marginada. Quedan, arriba, creyéndose por lo visto libres de ser barridos por el temporal (las advertencias de Sarkozy fueron puras justificaciones para el paternalismo), en todo caso comprometidos con su única habilidad y sus raíces en suelo burocrático, los que se dicen gestores y dirigentes de la sociedad, los que se atribuyen la representación efectiva de todos.
Y unos y otros contribuyen así a vaciar de todo contenido y significación esas palabras: unos las desconocen, otros pretenden que signifiquen lo que significaron, los últimos lo que pretenden que los demás crean y lo que cada vez suene mejor. Por ello, esas armas verbales que con más idealidad y apariencia que con realidad, son afiladas en la fragua del retoque adaptativo, ya no sirven ni siquiera para avergonzar a los opresores de hoy y menos para torcer sus acciones hacia los ideales atesorados con melancolía digna de mejores afectos. Las flechas son capturadas en el aire y devueltas con forma de redes.
Sí, sin duda el miedo (volvamos, pues, al miedo) lleva a buscar refugio, como ya dije, en el idealismo racionalista que Sócrates y sus discípulos no sólo nos legaran sino que supieron inocularnos per secula seculorum. El miedo a la vida, como lo denunciara Nietzsche; el miedo a reconocer nuestra orfandad insuperable, propia de un resultado pasajero que pugna por darse una meta que nadie le puede dar (como no sea ese fantasma cuya voz escucha dentro suyo); el miedo, también, a que el animal que nos ocupa acabe con nosotros...
Todas cosas muy aprovechables por cierto por nuestros propios congéneres competidores para acorralarnos (algo que en Hobbes dicho sea de paso, se da la vuelta y se reduce para crear una supuesta necesidad, robinsoniana, e inocular una oportuna "mala conciencia" masiva que tanta utilidad tendrá para la burocracia post-revolucionaria y neorevolucionaria, para los nacionalismos, los fascismos, los bolchevismos, los "anticolonialismos", los "tercermundismos"; nada que no haya nacido con Sócrates y que pasara al cristianismo, como denunciara Nietzsche; nada que no nos siga persiguendo y lastrando a pesar de Nietzsche (me permito remitiros a El problema de Sócrates").
Porque ¡esa es también la capacidad maliciosa de la conciencia utilitaria humana!: la de saber aprovechar la del contrincante, éste, esos, unos "objetos" más del mundo, unos "objetos" más que deben ser manipulados, controlados para afirmar el dominio, para conservarlo y hacerlo seguro, y para ello... cada vez mayor, cada vez más complejo.
La Razón, si por Hobbes hubiese sido, tendría que haberse impuesto por sí misma... siempre que no fuera la escolástica, es decir, siempre que no contuviese contradicción lógica interna alguna... como suponía la suya gracias a una combinación de rigor conceptual y realismo estático o atemporal, el realismo de "La Caverna", el realismo imaginariamente instituido en los hechos para ser luego re-extraído como si proviniera de la realidad eterna, no contaminada por el hombre, por su sociedad, por su presencia. Obviamente, la que quedara abandonada en la prehistoria, en la naturaleza, en la simpleza que precedió a su tiempo...
El racionalismo, que inevitablemente tendría la batalla perdida de antemano, es sin duda un refugio perfecto. Pero, día a día esa derrota intrínseca se haría cada vez más evidente, aunque sin que la intelectualidad diese su brazo a torcer una muestra de resistencia denodada y nostálgica que lleva cada vez más hacia la frustración, la renuncia más o menos concreta a actuar y a denunciar lo que sucede, a veces incluso a la claudicación, en algunas ocasiones incluso amenazando con convertirnos en una leyenda como la de la renombrada historia de Matheson de los vampiros.
Era algo que se debería haber visto con sólo estudiar su idiosincrasia, pero hoy el mundo, en la continuidad de su marcha ha caído sobre ello con todo su peso, destrozando totalmente su supuesta efectividad, tanto para el combate como para la defensa, tanto para avanzar en sus utópicas pretensiones como para servir de refugio y evitar ser esclavizados. Las sistemáticas referencias al pasado que se hicieron desde un principio para dar fundamento a los mitos tranquilizadores, como los de la Biblia o las Filosofías Clásicas y Renacentistas, han caducado como armas y tal vez ya no podamos volver a restablecer nunca su íntimo sentido, el que se hacía necesario a los hombres de un mismo grupo para reconocer y señalar al traidor y castigarlo o para honrar a aquel en quien confiaban la prosperidad de su vida; todo en última instancia como respuesta práctica, política, a la necesidad de unirse a los demás para superar las limitaciones físicas aunque también psicológicas.
¿Y del futuro, qué...?
Esos tiempos, me parece (o me gustaría... más allá del tiempo que esto lleve), pasarán, morirán asfixiados muy a pesar de muchos de nosotros, a pesar quizás e incluso de los intelectuales que aún sobrevivimos dispuestos a morir por nuestras convicciones...
En los últimos tiempos hemos acabado por ser secuestrados, a causa de nuestra debilidad congénita, de nuestras preferencia por lo idílico para la mente y de lo cómodo para la animalidad congénita, por seres aparentemente similares a nosotros que supieron liberarse de todo prejuicio, de toda vergüenza, de toda conciencia, de todo valor conceptual o formal, a la vez que aprendieron sus palabras para un uso hipócrita y egoísta (grupalista, en realidad) y que gracias a todo ello se tornaron unos auténticos invasores.
La ciencia ficción ya lo decía quizás sin saber hasta dónde habría dado en la tecla, es decir, hasta qué punto no vendrían del espacio exterior ni como producto de monstruosas mutaciones ocasionales... muchas, de todos modos, provocadas por la idiosincrasia íntima del hombre. Lo decía la literatura, que ya demostró con Kafka o Camus hasta dónde era capaz de desnudar las cosas.
La vida, sin duda, ha encontrado, como mil y una vez antes, su camino sin meta; fiel en exclusiva a la voluntad de seguir viviendo en el mundo con el que se encontraba y el tiempo en el que eso sucedía. Tal vez el hombre pueda algún día ser capaz de vivir no sólo lo inmediato sino un poco en el futuro (de verdad y no como hasta ahora, proyectando el pasado), y tal vez pueda entonces y en alguna parte rescatar sus viejas palabras y revivir mitos más "naturales"; tal vez una eterna representación sin consecuencias, sin otra pretensión que el arte (otro sueño nietzscheano e intelectual sin duda), el erotismo (que sin duda se vive incluso con la reflexión). Quizá tenga, podría ser posible, que empezar de más atrás o inclusive de cero... Quizás deje la vieja piel, los viejos órganos, el viejo cerebro y las viejas palabras, y se convierta en "otra cosa".
Por eso, a veces me invade una nostalgia anticipada por el hombre del mismo modo en que he comprobado que le pasaba a Nietzsche. Y a veces, me pregunto si no habré de huir como hizo él hacia la simplificación de la locura; aunque sé que ni siquiera eso puede hacerse voluntariamente si no es realizándolo como suicidio. Más bien, al menos mientras la senilidad no me fagocite, creo que simplemente estaré condenado a seguir siendo trágico (y bastante histriónico).
Concluyendo:
En fin... Algunos, un tanto escépticos sin duda, como el propio Nietzsche, contemplaron la posibilidad de que la conciencia se extendiera (Nietzsche, a pesar de su pesimismo al respecto, no dejó por ello de "buscar amigos doctos"). Pero para que esto se produzca en alguna medida, habrá que contar con la ayuda de la realidad social circundante e imperante. El peso de esa realidad es significativo. Es claramente una losa. Pero también es lo que se necesita. El problema es ciertamente complejo como he dicho y, tal vez por ello, paradójico (nos lo parece al menos porque no se fácil atar lógicamente o formalmente todos los cabos; que es lo que significa complejo en el sentido de sistema formal o teórico). Es un hecho que el lenguaje y los conceptos a los que hace referencia siguen un desarrollo que nos lleva a sentirnos un tanto desamparados. La insuficiencia de lenguaje es sinónimo, también, de insuficiencia de vínculo social, de imposibilidad de superación de la orfandad trágica que nos empuja un tanto a la claudicación antedicha en una especie de espiral viciosa. Y sin embargo, el lenguaje y los conceptos tienden doblemente a vaciarse de contenido real en la misma medida en que procuran realizar su fin social y psicológico.
Tal vez estas paradojas sean reflejo de lo "inevitable" (aunque no de lo predestinado, en lo que para nada creo ni falta que hace), sea lo que eso pueda ser.
La Burocracia gobernante, por ejemplo, miente; es fácil observarlo porque se desdice cada vez más rápido y hasta en una misma persona que hace las veces de un ser aparentemente esquizoide. Pero los intelectuales, incluso los filósofos, se han engañado sistemáticamente aunque con visos casi indiscutibles de honestidad. ¿Qué hay detrás de esa vocación de engaño y autoengaño? ¿Vamos de una vez por todas a dilucidarlo o seguiremos sin comprender por qué sucede, o sea: a qué jugamos?
Nietzsche vio muy tempranamente que el hombre busca preferentemente (cuando no huye de sí mismo en el sentido que he comentado antes; cuando dice "sí a la vida") la felicidad en lo dionisíaco, en la embriaguez de la fiesta y del arte, en especial el musical, donde lo dionisíaco es absoluto en tanto arte que no pretende transmitir certeza alguna a nadie sino recrear la unidad perdida del momento, fuera de lo trágico y de la impotencia, fuera de la conciencia parlanchina. En ese sentido es un retorno. En la danza y en la ejecución musical volvemos a ser simples animales expresivos, es más... incluso más expresivos como animales que ningún otro. Esa predilección es la que muchos consideraron "naturaleza humana", una naturaleza peligrosa puesto que, practicada por todos no permitiría que la gozara nadie y especialmente el grupo que se había dado cuenta que para tenerla sólo para sí debía limitarla para los demás en base, precisamente, a la promesa engañosa de que la conquistaría por y para todos. ¡Esta es la trampa de los soberanos desde los primeros reyes hasta la burocracia de hoy! Lo que Hobbes quiso justificar racionalmente ofrendando sus servicios a los reyes a la manera de Platón en un tiempo en el que la intelectualidad aún no podía ver en el horizonte la posibilidad de disputarle el trono a la nobleza aunque sí obtener un trato de favor por parte de ella... y vivir a su sombra como vía de obtener una parcela menor del Paraíso. Lo que por fin acabó concediéndole (más o menos insatisfactoriamente) la burocracia triunfante, que ya lo venía haciendo casi todo como ha dejado más que claro Tocqueville en "El Antiguo Régimen y la Revolución".
Es sin duda el deseo de todo hombre, y la necesidad de realizarlo lo lleva irresistiblemente a procurarlo. Es un ansia debida al vacío trágico que no se puede extirpar ni adormecer constantemente. Dado el mundo real de cada época, el hombre buscará el modo que encuentre disponible para alcanzar ese fruto, ese Paraíso idílico perdido (que siente perdido por su propia culpa, aunque esto es sólo la forma de comprenderlo, de saber por qué no lo tiene: suponer un pasado donde lo tuvo y fue separado es sólo una forma de expresar su deseo de alcanzarlo; recuperar es la forma en que se expresa obtener...).
¿Es acaso algo de lo que debamos acusar (con el Dios o los dioses que hemos creado) a los hombres que lo intenten con lo que tienen a su disposición? ¿Podemos culpar a las fieras por las técnicas que usan para alcanzar sus presas? ¿Los hace más culpables la posesión de una conciencia que está en sus manos sólo para servirle como un arma y que cuando se extralimita produce la Razón y sus monstruos, la Culpa y sus obstáculos, la Locura y su terror?
El "sí a la vida" de Nietzsche llegaba hasta la frontera más allá de la cual él creía entrever al superhombre. Pero el superhombre, al margen de lo que la propia evolución pueda dar de sí algún día en contra de las resistencias humanas a que seamos aherrojados a imaginarias jaulas de zoológico o reservas de pastoreo tantas veces noveladas, bastante imposibles en principio, pero cuyas alegorías reflejan el miedo a ser colocados en un peldaño inferior... el superhombre, decía, empieza en el momento en que sea capaz de saber al menos básicamente quién es en realidad. No tanto (aunque sin duda puede ayudar) como una suma de fenómenos biológicos, químicos o físicos... sino en su totalidad, aunque sea relativa e insondable.
Los filósofos se dieron cuenta casi todos con la propuesta del famoso "conócete a tí mismo" que en más o en menos suscribieron. Sabían hasta tal punto que allí estaba la clave que, al mismo tiempo, prefirieron oscurecerla para que fuese inalcanzable.
Fue bastante fácil; la argucia sirve también a ese propósito: bastó con ir distorcionando el objetivo hasta convertirlo en dos, en tres, en múltiples factores, en la búsqueda del corazón o del alma, del ser o del tiempo absolutos, de silenciar el pensamiento para lo desconocido, de simplificar la realidad hasta parir un dogma... Pero ya está bien, ya hemos venerado demasiado tiempo la Caverna de las consideraciones conceptuales eternas y absolutas en las que con el tiempo hemos ido incluyendo más y más mentiras esotéricas.
¡Oh, parece fácil; le resultó fácil a Nietzsche proponer el "sí a la vida"! Y sin embargo... retornamos, sea o no en el sentido estricto con que lo dijo Nietzsche. Y es que la conciencia, al menos como la realizamos o producimos, encierra un gran problema (y siendo crucial para el conocimiento y la edificación de una cultura, es "el problema de la filosofía"): acercarse al límite es tender a la parálisis, a la inacción por falta de sentido. Esto ya estaba en el joven Nietzsche y lo persiguió toda su vida. Ante algo así de insoportable pero también de imposible, es comprensible llegar en lo que quepa a distorcionar la propia idiosincrasia, la "conciencia de uno mismo". Pero... ¡he ahí el problema más trágico!, no alcanzar ese límite es garantizar la inalcanzabilidad del conocimiento, y por tanto: la incompletitud de la teleonomía -por así llamarla sin prejuicios con Monod y que yo podría pensar como autopoiesis- propia de la vida que es conservarla y asegurarla, lo que exige el constante actuar, responder a las necesidades del cuerpo, del mundo en el que se vive, de los tiempos que se viven, de los sueños que en ellos se pueden tener sin que resulten "repugnantes". La "naturaleza", mejor dicho, la evolución, la marcha interactiva y en interacción de las cosas, proveyó a la vida (al menos en La Tierra), en un momento dado, de un instrumento contradictorio, paradójico, que no nació para el conocimiento (alcanzar la verdad) sino para sobrevivir. Y para sobrevivir, nos vemos empujados al conocimiento. Y en un orden no significa lo mismo que en otro.
En todo caso, la marcha seguirá, simplemente ajustándose a tenor de su estado y de lo que se encuentre en su camino. Y, como también supo entrever Nietzsche, seguirá sin meta.
Tal vez estas paradojas sean reflejo de lo "inevitable" (aunque no de lo predestinado, en lo que para nada creo ni falta que hace), sea lo que eso pueda ser.
La Burocracia gobernante, por ejemplo, miente; es fácil observarlo porque se desdice cada vez más rápido y hasta en una misma persona que hace las veces de un ser aparentemente esquizoide. Pero los intelectuales, incluso los filósofos, se han engañado sistemáticamente aunque con visos casi indiscutibles de honestidad. ¿Qué hay detrás de esa vocación de engaño y autoengaño? ¿Vamos de una vez por todas a dilucidarlo o seguiremos sin comprender por qué sucede, o sea: a qué jugamos?
Nietzsche vio muy tempranamente que el hombre busca preferentemente (cuando no huye de sí mismo en el sentido que he comentado antes; cuando dice "sí a la vida") la felicidad en lo dionisíaco, en la embriaguez de la fiesta y del arte, en especial el musical, donde lo dionisíaco es absoluto en tanto arte que no pretende transmitir certeza alguna a nadie sino recrear la unidad perdida del momento, fuera de lo trágico y de la impotencia, fuera de la conciencia parlanchina. En ese sentido es un retorno. En la danza y en la ejecución musical volvemos a ser simples animales expresivos, es más... incluso más expresivos como animales que ningún otro. Esa predilección es la que muchos consideraron "naturaleza humana", una naturaleza peligrosa puesto que, practicada por todos no permitiría que la gozara nadie y especialmente el grupo que se había dado cuenta que para tenerla sólo para sí debía limitarla para los demás en base, precisamente, a la promesa engañosa de que la conquistaría por y para todos. ¡Esta es la trampa de los soberanos desde los primeros reyes hasta la burocracia de hoy! Lo que Hobbes quiso justificar racionalmente ofrendando sus servicios a los reyes a la manera de Platón en un tiempo en el que la intelectualidad aún no podía ver en el horizonte la posibilidad de disputarle el trono a la nobleza aunque sí obtener un trato de favor por parte de ella... y vivir a su sombra como vía de obtener una parcela menor del Paraíso. Lo que por fin acabó concediéndole (más o menos insatisfactoriamente) la burocracia triunfante, que ya lo venía haciendo casi todo como ha dejado más que claro Tocqueville en "El Antiguo Régimen y la Revolución".
Es sin duda el deseo de todo hombre, y la necesidad de realizarlo lo lleva irresistiblemente a procurarlo. Es un ansia debida al vacío trágico que no se puede extirpar ni adormecer constantemente. Dado el mundo real de cada época, el hombre buscará el modo que encuentre disponible para alcanzar ese fruto, ese Paraíso idílico perdido (que siente perdido por su propia culpa, aunque esto es sólo la forma de comprenderlo, de saber por qué no lo tiene: suponer un pasado donde lo tuvo y fue separado es sólo una forma de expresar su deseo de alcanzarlo; recuperar es la forma en que se expresa obtener...).
¿Es acaso algo de lo que debamos acusar (con el Dios o los dioses que hemos creado) a los hombres que lo intenten con lo que tienen a su disposición? ¿Podemos culpar a las fieras por las técnicas que usan para alcanzar sus presas? ¿Los hace más culpables la posesión de una conciencia que está en sus manos sólo para servirle como un arma y que cuando se extralimita produce la Razón y sus monstruos, la Culpa y sus obstáculos, la Locura y su terror?
El "sí a la vida" de Nietzsche llegaba hasta la frontera más allá de la cual él creía entrever al superhombre. Pero el superhombre, al margen de lo que la propia evolución pueda dar de sí algún día en contra de las resistencias humanas a que seamos aherrojados a imaginarias jaulas de zoológico o reservas de pastoreo tantas veces noveladas, bastante imposibles en principio, pero cuyas alegorías reflejan el miedo a ser colocados en un peldaño inferior... el superhombre, decía, empieza en el momento en que sea capaz de saber al menos básicamente quién es en realidad. No tanto (aunque sin duda puede ayudar) como una suma de fenómenos biológicos, químicos o físicos... sino en su totalidad, aunque sea relativa e insondable.
Los filósofos se dieron cuenta casi todos con la propuesta del famoso "conócete a tí mismo" que en más o en menos suscribieron. Sabían hasta tal punto que allí estaba la clave que, al mismo tiempo, prefirieron oscurecerla para que fuese inalcanzable.
Fue bastante fácil; la argucia sirve también a ese propósito: bastó con ir distorcionando el objetivo hasta convertirlo en dos, en tres, en múltiples factores, en la búsqueda del corazón o del alma, del ser o del tiempo absolutos, de silenciar el pensamiento para lo desconocido, de simplificar la realidad hasta parir un dogma... Pero ya está bien, ya hemos venerado demasiado tiempo la Caverna de las consideraciones conceptuales eternas y absolutas en las que con el tiempo hemos ido incluyendo más y más mentiras esotéricas.
¡Oh, parece fácil; le resultó fácil a Nietzsche proponer el "sí a la vida"! Y sin embargo... retornamos, sea o no en el sentido estricto con que lo dijo Nietzsche. Y es que la conciencia, al menos como la realizamos o producimos, encierra un gran problema (y siendo crucial para el conocimiento y la edificación de una cultura, es "el problema de la filosofía"): acercarse al límite es tender a la parálisis, a la inacción por falta de sentido. Esto ya estaba en el joven Nietzsche y lo persiguió toda su vida. Ante algo así de insoportable pero también de imposible, es comprensible llegar en lo que quepa a distorcionar la propia idiosincrasia, la "conciencia de uno mismo". Pero... ¡he ahí el problema más trágico!, no alcanzar ese límite es garantizar la inalcanzabilidad del conocimiento, y por tanto: la incompletitud de la teleonomía -por así llamarla sin prejuicios con Monod y que yo podría pensar como autopoiesis- propia de la vida que es conservarla y asegurarla, lo que exige el constante actuar, responder a las necesidades del cuerpo, del mundo en el que se vive, de los tiempos que se viven, de los sueños que en ellos se pueden tener sin que resulten "repugnantes". La "naturaleza", mejor dicho, la evolución, la marcha interactiva y en interacción de las cosas, proveyó a la vida (al menos en La Tierra), en un momento dado, de un instrumento contradictorio, paradójico, que no nació para el conocimiento (alcanzar la verdad) sino para sobrevivir. Y para sobrevivir, nos vemos empujados al conocimiento. Y en un orden no significa lo mismo que en otro.
En todo caso, la marcha seguirá, simplemente ajustándose a tenor de su estado y de lo que se encuentre en su camino. Y, como también supo entrever Nietzsche, seguirá sin meta.