lunes, 16 de abril de 2012

De los deseos de "mejorar el mundo" (cuarta aproximación)


En el último libro de Las leyes (en adelante, L.; en cuyas citas siguientes, las palabras en negrita han sido puestas por mí), Platón resume las condiciones que a su criterio ofrecerían la garantía de "irreversibilidad a lo válidamente hilado" (L., 960c) o servirían como "ancla para la ciudad" ideal (L, 961c) que ha diseñará con pelos y señales a lo largo de la obra; en otras palabras: "propiamente su elemento preservador" (L, 961d), es decir, lo que la eternizaría.

No obstante, Platón no deja de reconocer -¡se lo dice la experiencia!- que se trata de un objetivo de  “difícil” consecución, "rara vez conseguido en la historia" (L., 711d), contra el que se alza la fatalidad que parece augurar el fracaso más que una posibilidad. de éxito. Muchos son, entiendo yo ahora, los motivos concurrentes, pero para Platón, como lo fuera para su Sócrates, que para ese entonces había cumplido su condena: “Puede decirse que todas las cosas humanas son así” (L., 708e), una certeza cuya otra cara será el estado de “desazón” (ibíd.) que sufrirá hasta su muerte y que no parece curable ante la perspectiva de la vida propiamente filosófica posmortem que le bastaba a su maestro, por lo cual, a pesar de ese sentimiento, se niega a darse por vencido y concluye convencido de que “con todo hay que intentarlo” (L., 643a). Es obvio que la conciencia de la realidad es así mitificada porque Platón, "demasiado humano", no puede renunciar al yo y a "la obra" (Nietzsche dixit) que lo sustantiviza.

Esta innegable voluntad de continuar por encima del cálculo, de la voluntad, de la destructiva dirección que sigue la realidad... de la fatalidad... “con todo”, es tratada como si hubiera sido determinada desde fuera y, sobre todo, desde arriba... obligando al individuo responsable a someterse al absurdo a la manera de un Sísifo o a la del Adán bíblico expulsado por desobedecer... y de ese modo pecar. Este sentido de la responsabilidad es vivida (a la vez que la fatalidad a la que se atribuyen los fracasos) como una tarea  titánica a la vez que infructuosa como impuesta por los dioses, como aparece en la tragedia clásica... quizá como un imperativo de la propia hybris, un "imperativo categórico" como también podríamos decir. Como refleja la mejor literatura con sus pinceladas maestras en la figura del Stepan Trofimovich  de Dostoyevski:
“Ya son veinte años los que llevo tocando a rebato y llamando al trabajo! ¡He consagrado mi vida a ese llamamiento y, como loco que soy, tenía fe! Ahora ya no la tengo, pero sigo tocando a rebato y tocaré hasta el fin, hasta la tumba. Seguiré tirando de la cuerda hasta que doblen las campanas” (Los demonios, 1.9, pág. 57).
... aunque admitirlo en toda su profundidad llevaría al filósofo a una contradicción en toda regla ya que habría equiparado su conducta irracional a la de “la multitud”, esa a la que Platón entendía que había que “persuadir” o “reprimir” para, como se dice, "encausar las cosas" (tanto como habría de hacer Rousseau... a quien, por cierto, Strauss, de quien hablaré aquí un poco, tuviera en gran estima), y así, situándose a la cabeza (¡siendo su cabeza!), conseguir lo más importante: la propia identidad opuesta a la de esa "multitud corrupta”, alejada de La Razón divina; la identidad grupal que, precisamente, define a  La Filosofía en sus cimientos... "víctima de su profesión" (Nietzsche, Así habló Zaratustra, Parte primera - Prólogo de Zaratustra, VI).

Es de cajón ver aquí cómo prospera unos afectos que van paralelos a la idea de la predestinación (todo “imperativo categórico”, todo “deber ser”, encierra esta idea y remite por tanto a Dios y al origen divino del hombre o de su mejor parte...) y cómo ello se expresa como obligación por una deuda contraída como consecuencia de un don (al respecto recomiendo Ensayo sobre el don, de Marcel Mauss,  y La parte maldita, de George Bataille, con profundas salvedades por mi parte).

Ahora bien, para Platón esa garantía, decisiva si no única era la existencia de:
"(Unos) "regidores" (L, 903b) "nacido(s) en beneficio de ello" (903c) (...) "(con) lo que hay en ti de más conveniente para el todo" (L, 903d), “(...) guardianes (...) que en sus palabras y en sus obras resulten más perfectos que la mayoría en cuanto a virtud” (L, 964d). “(El) consumado profesional (...) capaz (...) de tender a la unidad y a discernirla y, una vez discernida, subordinar a ella toda su visión general” (L, 965b) “... guardianes de nuestro divino régimen (... obligados a) aquella única cosa...” (L, 965c/d). “(y que en ningún caso no sea...) quien no tenga algo divino (L, 966c) (... ni) un firme creyente en la divinidad (L, 967d)...".
Así, ésos “guardianes” (constituyendo el poder, idealmente junto a “un tirano virtuoso”  -L., 709e/710e-), que no parece sencillo encontrar y reunir, deberán ser protegidos a su vez de las posibles defecciones o debilidades que por lo visto se prevén, mediante un férreo adoctrinamiento y una constante vigilancia que los obligue a actuar (L., 965c). Lo que los conformará coo unos “legisladores consumados” y “virtuosos”, capaces de librar esa “guerra contra nosotros mismos” que “en cada uno de nosotros existe” (L., 626e) contra las inclinaciones del cuerpo y la hybris, a la que “la multitud” tan fácilmente tiende a sucumbir. Y en paralelo con el diseño de la ciudad, Platón nos irá ofreciendo las pautas que definirán el “modelo” (L., 961e) en el que se deben basar esos “guardianes” para ser efectivos como “elementos preservadores”.

Queda suficientemente claro en base a quién está definido ese “modelo”, o sea, quién es el maestro y el diseñador. Y sin embargo, Platón procede, sin desparpajo alguno, a su reafirmación explícita, y lo hace mediante un truco narrativo (no otra cosa son todos los Diálogos) que le permitiría demostrar que la idea, por difícil de realizar que pareciera vox populis, no es producto de una locura individual sino algo efectivo, posible, que ha comenzado a dar sus primeros frutos y con ello a avalarla: la de ser ungido por los demás, primero a través de la interpósita persona del personaje-tertuliano Megilio, el espartano, uno de los dos primeros reclutados, que expresará su valoración de la manera más absoluta, calurosa, concluyente, y de inmediato por el otro tertuliano en escena, el cretense Clinias:
 "...renunciemos a la fundación de la ciudad, o no soltemos a este extranjero, antes bien, empleemos toda clase de súplicas o de artimañas para hacerlo nuestro compañero en la fundación de la ciudad" (L, 969c).
En esta puesta en escena final, Platón deja patente que se ha conseguido el primer y decisivo paso para abrir la marcha del proyecto: el maestro y el diseñador ha logrado convencer y guiar a dos primeros amigos, reunir a los dos primeros compañeros de ruta. No sólo un modo inteligente de inspirar confianza en el proyecto, a sí mismo y sus lectores (¿qué puede ser más convincente que mostrar que se está avanzando por el buen camino?), sino un reconocimiento manifiesto de lo que necesita (busca) todo creador de mundos, sea para continuar o para, de no lograrlo, claudicar: la integración en un grupo, con su eventual constitución o su reconducción. Y esta es otra conclusión central que podemos extraer de este jugosísimo finale que nos ofrece Platón, el cual, sin duda y más allá de la propia seguridad y “desazón” experimentadas... se “preservaría”... si bien no del todo como lo esperaba. Sin duda, porque se inscribía muy adecuadamente en la marcha del mundo, como en parte ya he señalado en parte en las aproximaciones anteriores. Sin duda, ahí están los hechos, como la Historia escrita ha registrado aunque mediante versiones sucesivamente tergiversadas (adaptadas a esa marcha real), estrictamente... re-cubiertas, remozadas, re-disfrazadas de manera apropiada (por cierto, todo ello, anticipando lo que sucedió con ese otro “comunismo” cuyo fantasma comenzaría a recorrer Europa un par de siglos después).

Esa eficacia histórica (a la que por cierto se refiere Heinrich Meier en su llamamiento a la lucha que dirige a “los filósofos” -El problema teológico político, Katz, Bs.As., 2006, pág. 197-, un texto muy provechoso sin duda) requiere sin duda ese primer paso, y no sólo para trasmitir confianza. Es un primer paso que, si los amigos son leales e incluso manifiestan la misma voluntariedad que muestra el maestro, asumirán la labor proselitista, lo imitarán en todo y también en eso, y harán que el grupo crezca y la idea se propague. El objetivo “difícil”, inalcanzable o utópico inclusive, se convierte así en algo real y prometedor, gratificante y significativo (lo que explica toda aparente “subversión” o “corrupción” hecha en su nombre): construir o reconducir el grupo propio,  aunque (para empezar) sea un "grupo menor" (L, 810d) para que, “quizá”, “acompañen” (L, 968b) al maestro. Un grupo formado, en todo caso, por los "que confesamos nuestro deseo, ya que no otra cosa, de distinguirnos de la multitud" (L, 859c). Nada, en fin, y permítaseme que insista, que no se corresponda con la superanimalidad humana para la cual la selva se compone principalmente de las instituciones que va creando). Y nada que no haya sido la tónica en cuanto proyecto mesiánico, mítico o religioso, pero también “científico”tomaran en sus manos desde los profetas antiguos hasta los políticos modernos; es decir, nada que no contuvieran todos los proyectos... políticos conducidos con idéntica responsabilidad profesional.
Ahora bien, ese primer paso sucede a partir de la figura de ese “extranjero" que representa a Platón, trabajosamente modelizado por él mismo a lo largo de la obra y para la obra. Para ello ha conquistando los dos primeros “compañeros de ruta” y siempre que no sea nunca contestado ni traicionado. (1)

Así, ungiéndose y proclamándose a sí mismo "gran hombre de la ciudad, (...) hombre perfecto, (...) vencedor en el certamen de virtud" (L, 730d) porque cree o está convencido de merecerlo (situándose como lo más cercano a Dios y su producto más esmerado), abre a la vez el camino que se extendería más allá de sí mismo, al futuro, a la posteridad. Algo que, como se evidencia y explicita, pone el acento en la fe con el sostén de una narrativa basada en la Razón, la cual muestra así ser doblemente necesaria: para legitimar la fe y para propagarla aunque en su desarrollo acabe siendo cada vez más, como ya expusiera Nietzsche, una mentira, un mito, y acabe produciendo puro desconcierto. (2)

Sin duda (por eso que aún queda de mí, que aún me compone y que ya no me puede abandonar, diré lo que nos viene a la mente a nosotros, “los del pincel chino”):
“¡Dentro de qué simplificación y falseamiento tan extraños vive el hombre! ¡Imposible resulta dejar de maravillarse una vez que hemos acomodado nuestros ojos para ver tal prodigio!” (F. Nietzche, MABM, af. 24).
Sin duda, el finale autoglorificador de Las leyes (con las pretensiones autolegitimadoras mencionadas), al menos para los que estamos predispuestos a verlo y sea atentamente y se ciña a una “buena lectura”, resultan una Confesión en toda regla que expone todas las cuestiones clave. (3)

Grande fue, como en muchos otros aspectos, el enfoque de Nietzsche al recurrir a esa “señora de las ciencias”, como llamaba a la psicología en el sentido de una “morfología y como teoría de la evolución de la voluntad de poder”. Sin duda, ella abre “el camino que conduce a los problemas fundamentales” (F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, af. 23; en adelante MABM) al descubrirnos una personalidad individual profundamente convencida del poder omnímodo de su facultad reflexiva puesta al servicio de la significación social que todo individuo necesita lograr y/o mantener para continuar. O sea, la punta del iceberg. Pero, en el terreno que nos ocupa, en el campo de la arqueología social que nos mueve a excavar en el estrato de la greicidad, donde se hallan los cimientos de la "filosofía" y, a mi entender, los de su inherente, específica e irrenunciable voluntad de "mejorar el mundo" (que define la señalada “responsabilidad profesional”) como su auténtico sustrato (y no el de la "búsqueda de la sabiduría", pura, desinteresada, sin más meta... lo que parece propio de una locura y así sigue sin explicación, tan similar a cualquier otra hybris denostable), en este terreno, repito, esa personalidad tiene significación como "modelo", y, más estrictamente, como "modelo" exitoso.

Y es que, justamente, la legitimidad auto-conferida y luego refrendada por los amigos, pone en situación de ejecutar la obra, de imponer el rumbo que ha dictado la Razón, constituye el instrumental sin el cual nada es posible y que, inteligente, pragmáticamente conducido, permitirá ampliarse hasta incluir, como ya he señalado, “los dos medios de la legislación”: “la persuasión y la fuerza” (L., 722b). Ellas rematarán el resultado (ya sabemos que, en apariencia, para tergiversarlo, aunque, más bien, para des-cubrirlo y explicar su aparente fracaso y la verdadera forma histórica en la que por fin se ha plasmado).

Porque, para mí es evidente, esa ciudad y esa armonía (deseada, soñada, imaginada o concebida autoengañosamente) son (y demostrarán luego que lo eran) convenientes y necesarias... para algo que si bien aparece como “natural” (y “por ello como divino”), lo es y será hasta el fin (hasta la derrota incluso) ni más ni menos que para los fundadores y regidores en potencia (“de palabra”), para esos “legisladores consumados”... ya que no ni para los tiranos ni para las masas que los aprovechan parcialmente o los condenan, y con los que ni logran establecer alianzas maximalistas, ni logran persuadirlos ni logran dominarlos. Algo que, erre que erre, “con todo hay que intentarlo”. Y, entretanto, erre que erre, seguirán las quejas contra las multitudes, la alienación, la incultura, la efectividad de los engaños de otros, etc... todos cada vez más tentadores... más asimilables a las mentiras piadosas, a la simplificación, a las necesidades del proselitismo, a la claudicación... ¡Justamente, hacia donde las cosas marchan y que cada vez menos se considerará un “invierno infinito” en el sentido que le dieron los modernos y sus posteriores expresiones residuales (yo mismo incluido inevitablemente como miembro de la especie en extinción que sigo siendo, como ya he dicho). (4)

Porque, lo que se pretende es conservar y reproducir... las condiciones que permitan la existencia y la reproducción de esos “guardianes”, de esos “garantes”, de esas conformaciones personales que confían su éxito social (y para ello cierto grado de poder en las sociedades fragmentadas) en el libre desarrollo de la facultad reflexiva. A ello concurren las leyes de la ciudad ideal, leyes que empiezan por el establecimiento de la manera específica de pensar y de desarrollar ideas (método) que se establece e impone a los demás (amigos, seguidores, discípulos...) para ejercer esa tarea y, en particular, ser artífices de la investigación filosófica, para ser admitido en el club. Las condiciones, en síntesis, que permiten y demarcan el diálogo entre filósofos, como Heidegger definiera la Filosofía. (5)

Sin duda, “El martirio del filósofo, su holocausto por la verdad, saca a la luz por la fuerza la parte de agitador y de comediante que se halla escondida dentro de él” (Nietzsche, MABM, af. 25), lo que no puede obedecer sino su “voluntad de poder” y a su “instinto de conservación” (MABM, af. 6), ya que dominar en algún grado es sobrevivir y no intentarlo siquiera es dejarse arrastrar por la corriente y sucumbir, para lo cual hay que contar con amigos (el grupo) y una actividad reconocida por la sociedad. No se trata de nada que no sea vox populis, aunque a veces, cuando no está en crisis, parezca secundario, pero sin duda, como Mary Douglas resume de manera impecable: “El mayor riesgo que puede correr un hombre es el de caer en el olvido social” (Sn, pág. 160), un riesgo sin duda significativo en un “sistema en que sólo unos pocos pueden triunfar y en donde el resto habrá de experimentar por fuerza la degradación y con ella el marginamiento económico y social” (ibíd.).

Así y en definitiva, Las leyes expresa dos aspectos cruciales para un individuo de las características de Platón: por una parte, la necesidad de defender el rol clave que para él (y según él para el universo) tienen los “guardianes” semidivinos que dan vida y sentido a la disciplina filosófica en tanto que se configuren como un perfil socio-profesional con una responsabilidad social justificatoria; por la otra, el carácter grupal que reviste esa actividad, aun cuando se realice, como toda acción humana (y animal) efectiva, por la vía del esfuerzo y el riesgo individuales, tanto si se hace acompañado como en soledad; una soledad que, como se ha dicho, de no haber grupo que la avale (y en estos casos, glorifique), ni siquiera de perspectivas favorables, cuando apenas quedan con quienes “conversar” como filósofos y cada vez hay más “hombres que piensan y viven de otro modo” (MABM, af. 27), lleva a la desazón, al abandono, a la extinción de la actividad... y de la subespecie.
Esto fue en buena medida lo que vio Nietzsche desde esa óptica que llamó psicológico-fisiológica y que los hechos y las investigaciones más recientes no paran de confirmar a la vez que enriquecer... mal que les pese a los que abusan ya hasta la extenuación del mito racionalista o prefieren, porque en ello les va la conservación del yo, quedarse con el ruido de las palabras y tomarlas por lo que mejor les sirva; algo que, por otra parte, no es novedad alguna... y tampoco se escapara del ojo de halcón de Nietzsche; algo, en fin, que “...siempre que que a este mundo de signos lo introducimos ficticiamente y lo entremezclamos, como si fuera un en sí, en las cosas, continuamos actuando de manera mitológica” (MABM, af. 21; la negrita es mía).

Se explica así la bisagra en la que descansan Las leyes. A un lado, la omnipotencia individual, de Platón que dignifica y nos invita a dignificar con el nombre de virtud, que, como tal reconoce y se propone vigilar en sí mismo (controlando su propia conducta) en tanto que ejemplo a seguir (prototipo) por los individuos que se hayan conformado “adecuadamente” (los cuales, serían igualmente virtuosos al mostrarse permeables a las enseñanzas del maestro y actuar en consecuencia), un proceso abierto que se asentará o consolidará y perdurará en tanto los demás lo acepten (adopten) y refrenden hasta el punto de su sacralización, frente a cuya consumación se encontrarán los que nazcan en la posteridad con garantías de continuar mandando (mientras los demás continúan obedeciendo), o que puede interrumpirse, fracasar, perderse entre los muchos intentos díscolos o excéntricos que resultan vencidos por lo ya instituido o por otras opciones emergentes, más exitosas. Por otra, la referencia obligada a la divinidad en el marco de estas convicciones y pretensiones personales por quienes se sienten superiores, clarividentes, sabios y por tanto con atributos de reformadores o de guías; una puesta en escena (Deus es machina) que permite la trascendencia, que abre las puertas de la posteridad, que hace “real” la vida después de la muerte y la eternidad del “alma”, esto es, la continuidad de la estirpe por medio de la creación de artificios al alcance de la mano (y de la omnipotente creatividad, que en su carrera super-instintiva persigue pretensiones superadoras para sostenerse -salvarse- sin poder evtar la conciencia del carácter trágico de la individualidad -que no puede sino ser-para-la-muerte-, esto es, sin poder evitar una sistemática huida hacia adelante).

Será consustancial con ello el rol curativo que esto tiene para el mortal que se reconoce diferente del dios ideal debido al compromiso circunstancial que debe mantener con el cuerpo (¿paralelo u opuesto al que establece con el grupo, cuya identidad se funde con el dios?), con el peligro consiguiente de “corrupción” (por el que correrá el riesgo de ser condenado) o de claudicación (que lo pone en riesgo de perderse a sí mismo, perder la individualidad y diluirse en la masa... aunque para adoptar otra diferente, para metamorfosearse o “reencarnarse”, a veces sólo para despojarse de un disfraz a cambio de otro, para jugar otro rol)... con lo que el círculo se cierra, poniendo en evidencia la eficacia curativa del mito de la trascendencia. Y quien habla del cuerpo, habla de la realidad, del mundo.

De ese modo, la virtud adquiere (en sí y para el grupo propio) un signo de superioridad permitiendo a los legitimados filósofos que se incorporan al grupo y a la lucha, justificarla como "magnanimidad" en el sentido dado a la palabra por Aristóteles (Ética): "el hábito de pretender altos honores para nosotros mismos en el entendimiento de que los merecemos", como nos lo tradujera Leo Strauss en su Nicolás Máquiavelo (en Estudios de filosofía política platónica, Amorrortu editores, Bs. As., 2008, pág. 293); o, como Strauss la define en su Sobre la tiranía: "una razonable y merecida satisfacción consigo mismo y hasta admiración" (Ediciones Encuentro, Madrid, 2005, capítulo VI, pág. 162). (6)

Esto nos remite a las conclusiones más radicales y trágicas de Nietzsche. La de la existencia en la base del irreductible “instinto de conservación que algunas veces se manifiesta como pasión intelectual” (La gaya ciencia, libro I, af. 1), como fuerza que pone en marcha la construcción de la Filosofía y del que nace su “voluntad de dominio” (MABM, af. 6); la del papel de la mentira (“la no-verdad”) como ingrediente más necesario incluso que la verdad (MABM, af. 4; y no sólo para “medir la realidad” -ibíd.- sino para torcerla en beneficio propio, del grupo, en nombre de esa “voluntad de dominio” ciega, confusa, sin metas superiores... imperfecta y superanimal) y que en relación al tema que nos toca nos permite “saber con  claridad qué es lo que, en todo caso, se encontrará aquí: - únicamente una farsa satírica, únicamente una farsa epilogal, únicamente la permanente demostración de que la tragedia prolongada y auténtica ha terminado: presuponiendo que toda filosofía haya sido al nacer una tragedia prolongada.” (MABM, af. 25, la negrita sobre la itálica de Nietzsche es mía); y, por fin, si aceptamos que la Filosofía es una y la misma a lo largo de todas sus expresiones históricas (y lo es en tanto respondió siempre al slogan socrático-platónico: “la búsqueda de la sabiduría”), la del “eterno retorno” al que el pensamiento estaría abocado en nombre de esa “búsqueda”, de la “responsabilidad” de llevarla a cabo, esa a la que “unos no quieren renunciar a ningún precio”, que no sería sino una “fe en sí mismos, al derecho personal a su mérito” (MABM, af. 21), algo que más de una vez fue objeto de ironía literaria. (7)

Sin embargo, esto no basta. En primer lugar, porque ello aún no acaba de dar cuenta del proceso que pone en pie la Filosofía (que no es ni “el asombro” ni “el instinto de conocimiento” y menos en primer lugar) y que se extiende más allá de su ámbito estricto (hacia atrás y hacia adelante; precisamente no sólo a “la parte más grande del pensar consciente” -MABM, af. 3- sino a todo él); un proceso del cual es parte, simplemente una más, y no precisamente la parte conductora (como ya Tucídides reconociera al experimentar su propia confusión, como apunta Strauss y he citado antes, en mi nota 2-; y que rigurosamente no es sino el estado de perplejidad propio de la reflexión) como tampoco (mediante el recurso aquí obligado a la teología) con garantías de ser absoluta, universal y eterna, aunque haya logrado ser paradigmática y acabar sacralizada, efectiva histórico-socialmente (como impone la realidad, compleja, dentro de ciertos límites y con ciertos desbordes -lo que me insta a llamar a esto: imperfección-).

En ese sentido, Nietzsche rinde aún cierto tributo a la “mentira” con la que se edificó la filosofía (la pre-existencia de las ideas, que lleva de una u otra forma a una teología) al tratar ese proceso como si fuera independiente aunque sea parcialmente de la historia real humana y de la evolución que en un momento le abrirá las puertas (a veces aparece como historia de ideas objetivizadas, de esencias, etc.); la independencia y carácter suprahumano del pensar, precisamente, el componente que da luz y color a ese “instinto (...) que algunas veces se manifiesta como pasión intelectual”. Nietzsche aún manifiesta un dolor y una crítica hacia estos “débiles de voluntad” para resistirse a las presiones sociales (presiones que incluso llevan a “otros” a la claudicación, como señala en el mismo párrafo: “los otros, a la inversa, no quieren salir responsables de nada, tener culpa de nada, y aspiran, desde un autodesprecio íntimo, a poder quitarse de en medio a sí mismos, yéndose a cualquier parte” -ibíd.-), y manifiesta una “esperanza” de renacimiento o de superación en “el futuro”, con el advenimiento mesiánico del superhombre”, sin duda, como dice Strauss, “los filósofos verdaderos” que evitarán la “noche de los tiempos” o saldrán de ella al amanecer del día siguiente.

Sin duda, hay que ir más allá de Nietzsche (como ya he expuesto en otras ocasiones) aunque partiendo de Nietzsche y no volviendo hacia atrás (en busca de disfraces); hay que ir más allá de la esperanza, de la fe, de la compasión y, especialmente, “en sí mismo”, más allá de la ”responsabilidad”, para comprender el problema, para señalarlo, para “describirlo”... Aunque sólo sea para resignarse a responder a las exigencias de la superanimalidad conformada socialmente, que no se puede extirpar. En este sentido, el conocimiento no hará sino justificarnos y la conciencia en todo caso será tratada con cariño, como se trata a un querido animalito domñéstico.

En cualquier caso, La Filosofía, esa “conversación entre filósofos”, y la Filosofía Política en la que en última instancia toda ella se resume (en lo que coincido con Strauss, aunque no por adhesión al cosmopolitismo sino por reconocer la grupalidad y sus pretensiones de dominio), no puede, so pena de dejar de ser una teología (igualmente política, claro) dado que el filósofo no puede ser sino un tipo particular de profeta que desean un mundo a su medida signado por un Dios verdadero y universal que no es sino su Dios particular, el de su grupo, el de su mundo. Ello impone a la vez “la obediencia” real y “la duda” limitada, esto es, una contradicción insoportable a espejo de la perplejidad humana, propia del ser consciente; obediencia a la la duda... según determinados cánones lógicos. Esa y no otra es la “libertad para filosofar” que según Meier “lograron asegurar” los “filósofos” medievales y renacentistas -H. Meier, op. cit., 197-, o sea, una “libertad” para los consagrados. Por eso, porque nacen de la misma semilla cultivada, sí que pueden, mal que le pese a Strauss, ser lo uno y lo otro al mismo tiempo: filósofos y profetas, filosofastros y sacerdotes. Y por eso lo fue él.

En ese sentido, es de cajón reconocer que la tendencia continúa viva. Cuando, cada uno a su modo (según sus esperanzas y las perspectivas que se presentaban), Nietzsche, Husserl, Heidegger y tras ellos Strauss insistieron en hipotéticos advenimientos,  en ir más allá de la filosofía del progreso mediante una "ciencia estricta" o "una llamada a la cosa", para seguir buscando luego una nueva ocupación para el pensamiento, o, simplemente, "un retorno”, se ve cómo la marcha real imponía una metamorfosis, aunque reivindicando el origen perdido... y atribuyéndole menos pretensiosas que nunca (como en el intento de H. Meier, algo de lo que me ocuparé más en detalle, como ya he dicho en mi nota 4, en la siguiente aproximación al tema). (8)

Baste señalar por ahora que la idea (identitaria) de "mejorar el mundo" mediante "la persuación" y/o "la violencia" de "los sabios", tras depreciarse cada vez más, ha dejado ya de figurar en las banderas filosofástricas de hoy en favor de una posición defensiva en toda regla. Hoy, ya no se "insiste" en el “con todo hay que intentarlo” y se opta por un cierto "realismo político" que lleva a la conclusión de que "la ciudad platónica" "nunca fue, es ni será real" pese a ser el "templo resplandeciente y puro construido a una altura majestuosa, muy lejos del clamor vulgar y de todo lo inarmónico" (L. Strauss, La ciudad y el hombre, Katz, Bs. As., 2006, pág. 201). Esto... mientras la irresistible ascensión burocrática, social-redistribuidora hasta donde se lo impone y lo permite el tacticismo intrínseco propio de su política del poder por el poder sigue adelante, devorando desde "dentro" los templos reales de la Tierra, arruniándolos y conduciéndola así al colapso (al menos en cuanto dirección); eso sí, dejando a la vez muy pocas posibilidades a las justificaciones racionales gracias a su carácter descarnado y descarado que, más allá de las apariencias, sólo se vieran bajo las menos ilustradas tiranías.






Notas:

 (1) El riesgo de que los amigos no resulten “satisfactorios” o el grupo “prometedor” sea inconstante se intentaría evitar con un férreo adoctrinamiento. Para llevar a cabo una acción política, se requiere una identidad común a la que todos permanezcan fieles aunque sea en la acción (o sea, con la jefatura), y esa amistad tiende a pesar demasiado como para que el individuo pueda ser completamente libre (y no adecue sus conclusiones, como le sucediera, por ejemplo, a Kant, con su correspondiente rectificación, porque, como dijera Nietzsche: “Es difícil ser comprendido (...) entre hombres que piensan y viven de otro modo” -MABM, af. 27-) y no acabe renunciando en una u otra medida a una idea por considerarla “repugnante a la naturaleza” -como ilustré mediante un cuento de ciencia ficción de mis Siete tiempos del futuro). Ciertamente, sobre el individuo opera el peso amenazante de la indiferencia del mundo, como señalara Leszek Kolakowski (La presencia del mito), tal vez en un tono auto-esculpatorio, como también se manifiesta en los “códigos restrictos” de los que nos habla Mary Douglas (Símbolos naturales, Alianza Universidad, Madrid, 1978; en adelante Sn) y como dice de manera explícita en relación a las dificultades para soportar el peso del grupo, o, incluso, de resultas de las investigaciones más elementales de la psicología evolutiva en los niños (véase J.Rich Harris, El mito de la educación). "La amistad llega a ser totalitaria", como le decía Sartre a Camus, cierto que desde una óptica militante en donde la acción política se ponía en primer lugar (¿acaso no lo que proponía Platón para merecer el calificativo de "gran hombre de la ciudad"?, ¿lo que sin duda forma parte de la constitución de la filosofía como disciplina y como proyecto?)


Ya el mito que Platón tejiera (en un rol opuesto al del historiador, como señalara Strauss) en torno a su Sócrates y a su condena (símbolo y bandera desde su concepción de la Filosofía -y muy eficaz a fin de cuentas-, como atestigua Heinrich Meier en Leo Strauss y el problema teológico-político, Katz, Bs.As., 2006, pág. 134), manifestará el valor positivo, liberador de un suicidio que nos presentara como una condena judicial impuesta por el pueblo que ya lo venía condenando desde un principio con su indiferencia (esto aparece con el mismo sentido en Nietzsche, en la escena de la plaza en la que habla por primera vez su Zaratustra, y insiste en la idea con la que se indentificará toda la Filosofía: la del sabio contra la multitud). Ahora bien, para Platón (y Sócrates) ese suicidio es presentado no como consecuencia de la resignación, sino con carácter acusador y desafiante al tiempo que... con un sentido esperanzador; precisamente, el de darle a Sócrates (al filósofo) acceso al mundo en el que podría ser entera y libremente él mismo: el mundo a “su medida” de los dioses (Apología de Sócrates). Es evidente, dicho sea de paso, que aquí se expresaba la misma sensación de insuficiencia que la que Nietzsche manifiesta a través de su alegoría de la cueva con la que cierra su Así habló Zaratustra, donde, tras una descripción de su grupo de amigos como una suma de parcialidades, lo abandona a las furias que lo acompañan.  En uno y otro caso (desde los cimientos hasta la “decadencia” de la Filosofía) se reconoce que hasta el grupo mínimo  de adeptos (o contertulios) conseguido resulta decepcionante. De este modo, la acusación, el reproche, se envía por escrito a la posteridad, de la que se esperan  los verdaderos y más sólidos resultados... Y de ahí la voluntad de no abandonar el objetivo y por el contrario buscar activa y prácticamente garantías (las leyes). De ahí que se concluya, a pesar de comprobar en carne propia cómo se ha torcido lo que la Razón no deja de señalar como bueno y promisorio; y lo que también encontramos en Nietzsche cuando, “con todo”, concluye: “Yo lo que busco es mi obra” (ibíd.), es decir, acabarla con vistas al “superhombre del futuro” (los filósofos que se perfilarían a partir de su filosofía). Este indudable carácter mesiánico que en Platón se explícita sin tapujos, logrará propagarse a lo largo de toda la filosofía gracias a esa garantía, "con todo," ciertamente eficaz (trato esto luego que tanto misterio encierra y tan bien viene para el autoengaño predilecto de los filósofos y sus sucesores en el tiempo -véase mi nota 2-).


La cuestión individuo/grupo/sociedad-compleja no puede ser tratada de otra forma que considerando una dinámica de interactividad conflictiva entre los términos mutuamente necesarios pero en conflicto. Los temas presencia-de-la-muerte/indiferencia del grupo/mundo conformador dado, tienen todos su propio peso y su significación en la conducta en cada uno de los diferentes planos y “luchan” por imponerse uno al otro o soslayarse (el grupo consiente, el individuo cede con astucia, etc.). Se trata sin duda de un tema de mucha importancia cuyo tratamiento afecta (por involucra) al problema de la “libertad humana”.En todo caso, pretendo tratarlo por separado.

(2) Indiscutiblemente, más allá de la mera pretensión de serlo, Platón logró ser un "modelo" en sentido estricto (a la vez que haciendo de la figura de Sócrates por él creada en términos literarios y proselitistas un símbolo significativo y eficaz), esto es, en términos histórico-sociales, creando significación, algo que sin duda engarzaba y ayudaba a la vez a consolidar el engarce con la marcha efectiva de la humanidad. Lo que permite observar, si la "buena lectura" se hace más profunda o radical, que Platón no atribuye por casualidad su idiosincrasia adecuada a los dioses (y aún a algo más absoluto, eterno y superior a ellos: el alma, las ideas... en él encarnadas), sino a causa de una dinámica que a veces, y en uno u otro grado, hace factible esa efectividad. La certeza de poseer un don que permita incidir socialmente, ser reconocido en lugar de ignorado, etc. (lo que define la autoestima y la condiciona) nace de esa dinámica (cuyos resultados positivos, por escasos que sean, la realimentan, incluso hasta el punto de inducir una inercia. Y lograr crear un grupo de amigos o ser aceptado en alguno es uno de los más tangibles. Resulta así, a veces, que el mencionado don permite sentirse  por encima de los demás hombres y, otras veces, se vive como una maldición que empuja al ostracismo o al rechazo (lo que no sucede cuando se es  perseguido o condenado a causa de una derrota del grupo, que generalmente se considerará transitoria, al menos en tanto que el grupo peligroso subsista en algún grado), en ambos casos y de cualquier manera, exacerbando la perplejidad nacida de la autoconciencia, y en cada caso, llevando a sentirse validado o condenado por el dios o ayudado o traicionado por el diablo según las circunstancias. En todo caso, bastará que el grupo se construya y crezca para que el individuo sienta ser en él un componente auténticamente “humano”, convirtiendo la facultad que lo permitiera, el don que permite crear un mundo a la medida de uno,  en un atributo divino, a la vez que en un bien que se debe preservar a cualquier precio. Ello obliga a una lucha sin cuartel contra las tendencias centrípetas que podrían poner en riesgo la permanencia en el grupo, en particular, contra la hybris (y su caldo de cultivo tangible, la animalidad, la carne, el cuerpo), o sea, a actuar correctivamente contra uno mismo (L., 626e; no por nada, Platón comienza por tratar de la embriaguez en Las leyes) con el objeto de “mejorar el mundo” y de la cual las masas, “pueblo o muchedumbre” (la ciudad efectiva, real, como un todo y no “la ciudad” futura o “posible” concebida en Las leyes) serían la manifestación de la relación opuesta (L., 689b), del predominio del mal sobre el bien (como simbolizara con la condena de Sócrates), lo cual impone esa lucha, esa “guerra” de purificación (de humanización, de domesticación a imagen del grupo...) extendida a la sociedad, donde cabe utilizar, desde el poder (idealmente tiránico -L., 709e/710e-), “los dos medios de la legislación”: “la persuasión y la fuerza” (L., 722b), aceptando “la mayor violencia” y su carácter de “norma de la naturaleza” (L., 715a). Todo con el objeto de "precervar" el grupo que "garantizará" la "mejora del mundo" o el "buen mundo" de llegarse a conquistar el poder.


La responsabilidad y la proyección al futuro forman un todo con la idea de la predestinación. El filósofo apunta al futuro, a la posteridad, o a la vida eterna con unos u otros disfraces,  sólo a instancias de su instinto de poder, como ya señalara Nietzsche en Más allá del bien y del mal (en adelante MABM).


Esto, como se verá aún, y como no puede sino reconocer Heinrich Meier en su convocatoria en defensa de la Filosofía (Heinrich Meier, Leo Strauss y el problema teológico-político), pone de manifiesto una “contradicción” que habita sine die en la filosofía, que está presente en su basamento fundacional: el carácter absoluto que atribuye al conocimiento, el cual no pierde ni siquiera en las sucesivas relativizaciones realizadas en el curso de su historia (desde el historicismo hegeliano hasta el extremo de su contextualización pragmatista y las diversas licuefacciones y gasificaciones posmodernas), un carácter que no puede dejar de tener, aunque más no sea en acto. En las palabras de Strauss que Meier cita: “... conceder que la revelación es posible significa que (...) la filosofía, la búsqueda del conocimiento evidente (?) y necesario (?), descansa ella misma en una decisión no evidente, en un acto de la voluntad, al igual que la fe” (op. cit., pág. 59; los interrogantes son míos), “una fe”, añade Meier, que, en el caso de la filosofía, “tiene la debilidad de no querer confesarse” como tal (ibíd., pág. 60), lo que, sin duda, la pondrá en cuestión, como él mismo reconoce.


La filosofía, pues, nace y subsiste en sí misma como un híbrido teológico, incluso sustituyendo, como manifiesta al pensamiento moderno (Bacon) la obediencia a las leyes divinas por la obediencia a las leyes naturales... puestas en marcha por la Providencia Divina... o “el Azar Creador”. Fe, Revelación, composición divina del hombre en diferentes grados y que permite definir que se sea verdaderamente humano (ante los otros grupos -y dioses- como respecto de los animales), el origen metafísico de la conciencia, la equiparación de lo dado y lo donado, la referencia a la responsabilidad (profesional) o a la moral, las prácticas proselitistas basadas en el racionalismo como vía para poder implementar una violencia represiva, la vigencia del mito devolución/don y gasto-desgaste-destrucción/don...  todos están presentes en ambas construcciones. Ahora bien, ese híbrido es tal porque a la vez quiere y no puede, necesita y no comprende cómo puede estar impedido per se para alcanzar ese conocimiento, y porque, a la vez, no puede, "simplemente", aceptar obedecer sin preguntar nunca nada, sin sospechar, recibir sin intentar devolver... y sin engañar al hacerlo. Necesita, en fin, negar esa respuesta, la respuesta insoportable que está precisamente ahí, autoexplicada en ese mecanismo y en la función para y en la que ha emergido: sobrevivir.

Por otra parte y al respecto, dejo aquí nota de que, si bien es reveladora del fenómeno, la sentencia de Carl Schmitt, “Todos los conceptos significativos de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados” (Schmitt, Teología política), en realidad expresa la cuestión a la inversa (algo que por cierto permite a Agamben, en su Signatura rerum, re-inventar el paradigma... racionalista). La secularización de la modernidad es una sacralización encubierta de La Razón y en todo caso debería des-cubrirse como burocratización generalizada.

(3) ¡Con qué buenos ojos se ha visto esta obra (las leyes) así como el conjunto de la filosofía clásica, hasta hoy al menos, ignorando, simplificando y tergiversando incluso a Nietzsche; hasta quienes más agudamente han visto en ella imperfecciones o alegorías (Strauss, por ejemplo; o Marx, dentro del mismo marco en las antípodas)! ¡Sin duda, sorprende y maravilla a muchos (los capaces -o, con rigor, los socio-históricamente limitados- de ver la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio) a los que sienten asombro ante quienes “aún” veneran a Jesús, etc., ignorando todas las contradicciones de sus propios discursos, de sus dogmas, y toda la metamorfosis que sufrió la filosofía a través de la Historia hasta perder la piel y restaurar la idiosincrasia embozada de Eutifrón! Es un hecho que maravilla, que sorprende, que cuesta explicar, que aún no ha sido enteramente explicado (ni siquiera por Nietzsche), eso sí... a algunos, y a mí mismo aún... y como lo fuera para Tucídides, como nos cuenta Strauss (Leo Strauss, Tucídides: el significado de la historia política (El renacimiento del racionalismo político clásico, Amorrortu/editores, Bs. As., 2007), que, señalando suellos es sublime.El poder propio para un mundo que más se adecúa a sus propios intereses de supervivencia cómoda.


En esta línea, entiendo que la “buena lectura” que nos propone Strauss (véase entre otros textos Persecución y el arte de escribir) no deja de enraizar en el punto de vista racionalista que supone que quien ofrece un discurso coherente responde a algo más que a una causa irracional (como el “instinto” y la vida) y por tanto que puede descubrirse en él un mensaje verdadero. No se trata pues de leer “lo que los pensadores han querido decir” mediante sus textos (y alocuciones), al menos no como el plano en el que detenerse, sino ahondar bajo él, en lo que han ocultado, adrede o sin tenerlo muy claro; y no sólo si fueron explícitamente esotéricos ni si pertenecían al linaje de Sócrates, al de Eutifrón o al de Aristófanes. Lo que es innegable ya, es que ningún discurso (que no todos realizan, y esto es lo significativo) puede estar exento de signos de identidad grupalistas, de rituales,  de códigos restrictivos, dependencias de  lenguaje dadas en atención al contexto en el que el individuo se conformará, etc. Lo que dice Mary Douglas sin atravesar el límite, es decir, dejando un resquicio de posibilidad para la fundamentación racionalista de la ciencia a la que se debe. El lenguaje racionalista parte en realidad de un mito (el don de la autoconciencia) que a fin de cuentas remite a una referencia similar a la de la Revelación y la Fe (como reconoce, con Strauss, aunque un tanto restrictivamente, H. Meier). Sin la asunción de tales  absolutos no se puede pretender una “mejora del mundo”, sin fe en la propia idealización no se puede pretender imponer un mundo a la medida del grupo (y del propio Dios que lo embandera). Y ese lenguaje encierra en sí mismo la firme convicción de la obediencia (al grupo, al Dios, a ambos). Obedecer y ser fieles al grupo tal y cual Bacon exigía que se fuera con relación a “las leyes de la naturaleza” o, como sostienen hoy los científicistas, “al método” (lo que sigue reduciéndose o simplificándose hasta el grado de dogma y hasta el del slogan y las consignas inmediatistas -al respecto, es lamentable desde un punto de vista filosófico escuchar el "debate" sobre "el sentido de la vida" recientemente celebrado en el congreso "Ciudad de las ideas"; lamentable y a la vez ilustrador-). En fin, grupos distintos, mismos comportamientos. Lo irracional se reconoce incluso como fuerza efectiva (esas “victorias” o “derrotas” de las que habla Platón -L, 638b- y que cualquiera que no se proponga una ceguera absoluta, propia de la locura, debería aceptar) pero siempre como algo a doblegar, siempre como algo con lo que la omnipotencia de la Razón acabará (y sobre todo debe acabar); doblegando... lo que se “garantiza” sólo mediante la “regencia” apropiada que, por y para ello, debió ser puesta allí... con ese fin aparentemente armónico. Ante lo que sólo cabe decir: “esto está bien y esto otro no” (L., ibíd.), o que “los sucesos todos, si es posible, o por lo menos los humanos, se acomoden al orden impuesto por su alma” (L, 687c), etc., todo para dar firmeza ideológica no sólo a la conclusión de que “es necesario de cierto que en las ciudades haya quienes manden y quienes sean mandados” (689e) sino que los que manden, sea o no a través de tiranos u otros políticos, o sean los sabios. Esa en fin es la “buena lectura” que debe aplicarse a los clásicos, a sus predecesores, a Strauss y, lógicamente, a mí también. Esta manera de pensar (que es la filosófica pero también la de toda narrativa causal) se aplica sobre todo al pasado como forma de explicar lo sucedido como si fuera un resultado de la racionalidad y de la voluntad consciente de unos u otros hombres (así, por ejemplo, el cristianismo se habría impuesto en lo fundamental por su poder persuasivo). Esto es lo que Mary Douglas denuncia en relación al criterio que sigue en lo fundamental su diciplina y el resto de las diciplinas científicas a la hora de las interpretaciones, al señalar que: “Prefieren creer que esas creencias flotan en un vacío autónomo desarrollándose de acuerdo con su propia lógica interna, chocando unas con otras por capricho del destino histórico y siendo modificadas por nuevas teorías” (Sn, pág. 166). Sin embargo, los que se ven ante la inminente toma de decisiones, siempre proyectarán un mito que las justifique a posteriori pero que ni siquiera es del todo al menos el que guiará su acción, muy condicionada interna y externamente por cierto. Y esas acciones son las que en un complejo escenario de interacciones van dando lugar a los tumbos, las inflexiones y las marchas...


Así, mis referencias a Platón van en una dirección sustancialmente distinta de las hechas por Strauss y los straussianos, hechas en nombre de una desesperada recuperación del racionalismo clásico y de la lucha por la filosofía (por la “vida filosófica”), es decir, por su legitimidad (con la correspondiente cuota de poder que ello encierra), como la que nos invita a secundar H. Meier a través de sus ensayos en torno a Strauss: “acción política al servicio de la filosofía”, “protección y defensa de la vida filosófica”, “acto de una política de la amistad que comprende los intereses de los futuros filósofos” (Meier, op. cit., pág. 195). Esto no es más que una aparente “contrafundación” destinada a “los más aptos” (ibíd., pág. 218). Sin duda, en oposición a considerar, pensar, creer o presentar esos “intereses” como propios de “la esfera del conocimiento” (la copa del árbol plantado por Platón y Aristóteles) sino reconociendo que son otros, los concreta y radicalmente “auténticos”, los que “se encuentran de ordinario en otros lugares completamente distintos, por ejemplo, en la familia, o en el salario, o en la política” (Nietzsche, MABM, De los prejuicios de los filósofos, af. 6), a lo que ya me refiriera en mi nota anterior.


Es obvio que los textos de Platón ofrecen desde ese punto de vista, una ventaja para la crítica y su estudio sea necesario a ésta. Pero no para poner en pie o resucitar a la “auténtica” Filosofía, como pretendiera Strauss en apariencia y Meier retoma, ni en sí ni entrecruzándola con la teología proselitista medieval. Por una parte, en tanto que manifestaciones fundacionales del racionalismo, o sea, en favor de la certeza humana de la existencia de un sentido o meta para la humanidad, donde ponen en evidencia el carácter miserable de las declaraciones que hoy se disfrazan de la misma dignidad formal (“dignidad de la búsqueda del conocimiento”) para evitar calificativos más triunfantes, y peyorativos, por parte de los especimenes más "dignos" así como, también, a caballo de la contemporánea "cultura de masas" que, a su vez, encaja como anillo al dedo en tanto sirve de sustentación del poder burocrático imperante. En todo caso, como resultado germinal de la primera semilla filosófica, que ciertamente , readaptada de esa manera, se ha ganado ser marca de un mundo, de Occidente, de su expansión y hasta de sus variantes más independientes pero por fin concurrentes (China, India, el judaísmo en los marcos del sionismo, el islamismo sujeto a una geopolítica expansiva... todos de una u otra forma re-adaptados a los cánones de la civilizaciónburocrática).


Así, Platón y la filosofía clásica son fuentes privilegiadas para encontrar lo que, aún, está realmente vivo en las formas actuales y hasta más depreciadas (las “filosofatrías”, como las habría calificado Nietzsche, que tanta “indignación” provocan en nostálgicos de la modernidad y del racionalismo). El intento explícito de la fundación política platónica tiene formas más puras, sencillas, un tanto ingenuas incluso, menos preocupadas por la mala conciencia que las instituciones y discursos filosóficos actuales. Por iguales razones, es muy fructífero tomar igualmente en cuenta los trabajos de campo de los antropólogos, como muy acertadamente señala Mary Douglas (Sn) al justificar su investigación en el interés (universal y suyo) que existiría por desentrañar las reglas de juego del presente.


Sólo a quienes no se paran ni un minuto a pensar, a los que de hecho (porque a los sumo han mamado sus residuos sintétizados) toman las ideas como un estamento del cielo, la “esfera del conocimiento”, se les puede ocurrir que pueda haber aún Filosofía al margen de que se usen sus términos en las "conversaciones" que ya no se hacen “entre filósofos” sino entre “filosofastros”, como los llamara Nietzsche (MABM), o, también con Nietzsche, entre “jóven(es) y esperanzador(es) obrero(s)” con el espíritu imperante de los “técnico(s)”, y haciendo para ello ”de sí mismo(s)” unos “filosofastros” cada vez “mejor(es)” que desvergonzadamente reclaman para sí el viejo título en desuso (lo que sin duda deprecia la coherencia, la radicalidad y el escepticismo tradicionales). Y estos apenas si se puede decir que tengan un Dios inmutable o “sólido” sino dioses líquidos y variables y a los slogans de sus respectivas iglesias. En esto se ve el verdadero alcance de la marcha real, que lleva al pensamiento a reducirse a mínimos como parte de la inmersión y disolución en la masa... aunque no a la de la antigüedad clásica (según se la suele caracterizar) sino de la contemporánea, la que gusta de filosofar a la manera de periodistas, políticos y demás tertulianos de la televisión y la radio gracias a su educación democrática.


Esos intentos de salida digna para la conformación propia lograda, tienen visos de perpetuarse y renovarse constantemente (a la vez que dan pábulo a las teorías de la evolución del pensamiento en sí que muchos han denunciado, tal vez sólo por una necesidad polémica y de búsqueda de la propia legitimidad, como sería, inevitablemente, el caso de Mary Douglas, por no mencionar a Nietzsche o a Heidegger de nuevo). Esto parece ser la base psicológico-social de los más recientes movimientos grupales que intentan recoger la herencia nominal (o sea, más allá de la construcción individual de hipótesis) como los de la "Teoría de la Complejidad" (en torno a la cual Kaufman propone una nueva "sacralización") o el "Nuevo Realismo" acunado en Turín, que servirían para justificar la necesidad de una u otra nueva “disciplina científica” con sus correspondientes maestros, iniciados, discípulos, reclamo de honores, etc.


(4) En realidad, sólo admitiendo que los juicios de valor tienen su propia justificación interna (al servicio de la cohesión grupal y la efectividad social) se puede admitir como “ciertos” tanto los pro como los contra que se han alzado en relación con la idea de “Progreso” y el enfoque modernista de la marcha humana. Strauss retoma el hilo de la visión nietzscheana y luego heideggeriana que observa el fin del sueño de la modernidad como “objetivo” (“decadencia”, “noche de los tiempos”, “invierno infinito”). Parece evidente que “el progreso nos ha llevado al borde del abismo” (L. Strauss, ¿Progreso o retorno?, El renacimiento del racionalismo político clásico, Amorrortu/editores, Bs. As., 2007, pág. 317) y que sus promesas han quedado “empíricamente refutadas” (ibíd., pág.333; también en Relativismo, op. cit., pág. 75), pero esto se puede aplicar igualmente a los enfoques opuestos, como se hace, siempre con ayuda de las adecuadas “mentiras piadosas”, comme il faut, lo que no quiere decir que su relativismo tenga el carácter absoluto que en realidad se atribuye de hecho, sino... que tiene un significado grupal, a veces efectivo y otras meras flores de un día deshechas por el viento del vencedor o del tiempo. En concreto, la crítica y el remedio que ofrece Strauss (como los ofrecidos por Nietzsche y Heidegger en tanto lo hicieron), responden en realidad a la preservación de sus “verdaderos intereses”, a su “instinto de dominación”. Retrocediendo (o reculando) ante las conclusiones de Nietzsche, Strauss propone varios “retornos” (varios “arrepentimientos”): la vuelta a una filosofía no separada de la ciencia (¿qué sino una moral rectora que evite convertir a esta última en “instrumento de cualquier poder” -Cómo iniciar el estudio de la filosofía medieval, op. cit., 305-, en una clara apuesta por Platón en contra de Tucídides?) o la recuperación del conflicto/diálogo abierto (“secreto de la vitalidad de la civilización occidental”) entre filosofía y teología, que permita que “vivamos esa vida, vivamos ese conflicto” (¿Progreso o retorno?, op.cit., pág. 367). ¿Qué vida...? Pues la del filósofo y la del teólogo que tanto se parecerían en los viejos tiempos y que hoy sigue sirviendo de apariencia para la vida occidental, democrática y liberal, que deja espacio (¡eso se pide y por ello se lucha mientras en realidad se encoge!) para ambos perfiles socio-profesionales en su versión primitiva y aparentemente deseada, para ambas responsabilidades sociales, donde realizar una “nueva tarea del pensar” (Heidegger, El final de la filosofía y la tarea del pensar) que la justificase (dignificase)... permitiendo un renovado club que, mientras tanto, tiende cada vez más a integrarse, a la burocracia o al proletariado.


Strauss sostiene que “lo único necesario” para la filosofía “es la indagación libre” (Tucídides: el significado de la historia política, op. cit., pág. 141), esto es, dar plena libertad al pensamiento, lo que tan sólo puede ser un resultado aceptado (a regañadientes) de las relaciones de fuerzas desfavorables con las que se encuentran los filósofos (incluso por fidelidad a sus formas o principios) para poder conquistar un poder universal, lo que no deja de todos modos de manifestarse de manera opuesta dentro de  la propia disciplina; como ya lo denunciara Foucault y lo ilustraran Biagioli y también Feyerabend, al establecer las reglas de su discurso (por los fundadores y luego sus reformadores) con el fin real de permitir o negar la entrada de nuevos miembros, su eventual expulsión y la conservación en la cúspide de la camarillla gobernante. Los filósofos hacen así la Filosofía, obligándose a seguir las reglas obediente y obligatoriamente; las reglas del juego de los guardianes de Platón, de Aristóteles, etc., que definen una “política de la amistad” con objetivos de poder (aunque sea compartido, como “prefería” Aristóteles, comme il faut), algo que Strauss tal vez lograra en alguna medida y poco más y en cuyo intento Meier naufragará; mientras que lo que hacen, cada vez más a sus anchas, los “obreros de la filosofía” no pasa del nivel de las buenas caricaturas... y cada vez menos de las buenas. El búsqueda de Heidegger de una nueva tarea para el pensar pone en evidencia el agotamiento de la (vieja) filosofía, a la que en todo caso Meier prefiere seguir considerándose adscripto en un recurso a una “dignidad” que se ha perdido; una búsqueda que pretendería “otra cosa”, “otro pensar” y para “otra tarea”. Ahora bien, no sólo Heidegger no consiguió nada y no fue porque sí (ya señalé que no toda pretensión artificial llega a buen puerto y se convierte en significante). Los valores en alza están hoy en otra parte, desde hace un tiempo y cada vez más. Y llevan, como viera Heidegger (y Nietzche antes) de hecho en el horizonte, a no-pensar, un "invierno infinito" (¿Y para qué poetas? y El final de la filosofía y la tarea del pesanr; en cuanto a Nietzsche, La gaya ciencia, en particular el aforismo 1 del libro primero). Esto, más allá de la alegoría, es, por el momento, uelvo a precisarlo, una proyección de la marcha real cuyos resultados parciales sin duda se constatan, así como su proliferación y crecimiento. Se dan sin duda unos humanos más reflexivos que otros (lo que, como viene a decir Nietzsche en aquel aforismo citado: no supone ventajadesventaja alguna para la "vida humana", es decir, una relación de superioridad, y así, sin valorar, es como debe verse para precisar más la descripción de su mecánica), pero sin duda esa reflexividad se usa cada vez menos para poner cosas radicalmente en duda, y ser capaces de vivir en ese conflicto sistemático propio del intelectual que no puede soportar la incoherenci en cuanto la detecta (¡porque la busca!) ni soporta cegarse ante algo que ya entrevió. De hecho, se está avanzando hacia ese cuando se dan pasos sustitutivos, a fin de cuentas metafísicos y teológicos, en la adopción de un no-pensar basado en la adopción de dogmas de corto alcance, referencial, contextual, pragmatista, blandidas con carácter absoluto sin el menor escrúpulo, todo lo cual se ha vuelto moda a lo ancho y largo del espacio hoy llamado cultural cuyo crecimiento deja exhausto el de cualquier posible pensar. Pero esto será objeto de la siguiente aproximación al tema.


(5) "¿Cuándo filosofamos?", se preguntaba de Heidegger con calculada inocencia: "Evidentemente sólo cuando entablamos una conversación con los filósofos" (¿Qué es eso de filosofía?; negrita mía). Una obviedad opuesta por entero al residuo platónico que los filosofástros de hoy en día prefieren seguir esgrimiendo con histriónica fidelidad a la idea de la Caverna como para darle a su seudo-filosofía un valor eterno e independiente de quienes la fabricaron, la alimentaron durante un largo tiempo y ahora ellos pretenden  usufructuar hasta vaciar sus ubres. Insisto en la denuncia que hace Mary Douglas y ya he citado ya en mi nota 3: “Prefieren creer que esas creencias flotan en un vacío autónomo desarrollándose de acuerdo con su propia lógica interna, chocando unas con otras por capricho del destino histórico y siendo modificadas por nuevas teorías” (Sn, pág. 166).


Esto deja más que claro (para quien ya disponga del estómago que lo pueda digerir) el problema a la esfera de la grupalidad, explicando desde el por qué la filosofía pertenece a lo político y, por tanto, su raíz común con la teología, hasta el sentido de las leyes y de las normas de su propio discurso (así como del de la ciencia, como Foucault estudió y señaló notablemente), mostrando cómo sólo se pueden considerar garantes a los “guardianes” que el propio filósofo ha adoctrinado (y el grupo aceptado), al propio ejército que ha reclutado... es decir, des-cubre lo que, desde dentro de la Filosofía favorece su ruina desde un principio, constituyendo su debilidad y haciéndola victima potencial de su extinción.


Debo señalar que esto ya estaba en mis artículos “Más allá del bien, del mal, de Nietzsche y de la filosofía” y también, en relación a la Ciencia, en mi serie de artículos “Una lanza rota por el pensamiento occidental”, que se pueden encontrar en este mismo blog, aunque aquí tal vez se encuentren algunas nuevas observaciones y precisiones.

(6) El sentimiento que Aristóteles valoraba como "magnanimidad" proviene de las condiciones sociales e individuales que definen al intelectual, del que es inseparable una autovaloración omnipotente hacia la facultad propia en la que más confía para sobrevivir en la sociedad fragmentada y compleja (en este sentid, como señala Strauss, su precondición de existencia); nada, en fin, que no les suceda a los demás hombres al dar prioridad a la fuerza, al valor, a la astucia, a la picardía, etc. Del mismo modo, puede explicarse por qué las fuerzas centrípetas no sólo son acusadas de optar por el mal en el grupo (brujería, herejía, subversión, etc.) sino por qué incluso se reconocen o identifican mediante esas alternativas grupales (como en el caso del pacto con el diablo en Fausto) en contra del dios que identifica la unidad del grupo (véase al respecto Mary Douglas, siguiendo "la premisa durkheimiana según la cual Dios y la sociedad se corresponden", Sn, ,pág. 75 y sobre los roles de dios y del diablo, el capítulo 7: El problema del mal). En la misma tónica se encuentra el caso del demonio de Sócrates, que indudablemente, era un excéntrico que "no cree en los dioses en los que cree la polis" (Heinrich Meier, op.cit., pág. 183), a pesar de preferirlos al final. Por eso no pasa de ser hipócrita la acusación que la teología le hace a la filosofía (y viceversa) y que Strauss, y Meier con él (ibíd., pág. 90), reivindican y que tanto me recuerda eso del "orgullo gay", es decir, de un icono identitario simple.

(7) Como lo fuera Sócrates por Aristófanes (Las nubes) o los seudointelectuales rusos en general (sin duda aplicable a todos los filósofos por honestos que fueren) como hizo Dostoyevski mediante la figura de Stepan Trofimovich quien en Los demonios declara lleno de energía: “Ya son veinte años los que llevo tocando a rebato y llamando al trabajo! ¡He consagrado mi vida a ese llamamiento y, como loco que soy, tenía fe! Ahora ya no la tengo, pero sigo tocando a rebato y tocaré hasta el fin, hasta la tumba. Seguiré tirando de la cuerda hasta que doblen las campanas” (1.9, pág. 57)

(8) Varias veces llegó Strauss al límite de su propia argumentación rozando así el núcleo del problema (para huir o recular en seguida de allí... y no negarse a sí mismo, negando que la filosofía fuese “el modo de vida correcto” -¿Progreso o retorno?, op.cit., pág. 366-), como cuando señaló que la cuestión se basaba “en la fe” (ibíd.). Nuevamente, el problema se toca, sí, pero mal planteado, dejando que “la naturaleza” de la idisosincrasia se cuele por las rendijas. Porque, en realidad, no se puede hablar de ningún modo de vida “correcto”, no se puede hablar de “superioridad” alguna ni de “lo más elevado” de manera universal, y si algo ha quedado “empíricamente refutado” es esa idea autolegitimadora que los filósofos y los filosofastros que marchan a la saga continúan agitando cada vez más infructuosa y mentirosamente. Se puede en todo caso hablar ni más ni menos que de un ritual, el que “obligar(ía) a los demás” a que se “pensar(a) en él” en, repito, un “sistema en que sólo unos pocos pueden triunfar y en donde el resto habrá de experimentar por fuerza la degradación y con ella el marginamiento económico y social” (Mary Douglas, Sn, pág. 160) o "fragmentado".


Leo Strauss habla de esa “alternativa” con cierta complacencia, como si desvelara un imperativo que ¿la modernidad, quizás? rechazó (y sin duda lo hizo de palabra) y que él trataría de volver a poner en pie, con Nietzsche y Heidegger a su lado en calidad de arcángeles. En Una introducción al existencialismo de Heidegger (también en El renacimiento del racionalismo político clásico, Amorrortu/editores, Bs.As., 2007; los interrogantes son míos) señala siguiendo el análisis de Heidegger: “El filósofo del futuro de Nietzsche es un heredero de la biblia. Es un heredero de aquella profundización del alma efectuada por la creencia bíblica en un Dios que es sagrado. El filósofo del futuro a diferencia (??) del filósofo clásico, se preocupará por lo sagrado. Su filosofar será intrínsecamente religioso. Esto no significa que crea en Dios, el Dios bíblico. Es un ateo, pero un ateo a la espera de un dios que todavía no se ha mostrado” (pág. 97). Con ellos, admite y propone “una cierta repetición (...) pero en un plano totalmente (?) diferente” (pág. 94). Y por fin, “una síntesis de las ideas platónicas y el Dios bíblico” que estaría en el núcleo de lo que Heidegger habría entendido por Esse, dicho esto “de una forma grosera, superficial e incluso engañosa (pero no del todo engañosa)...” (pág. 103). Sí, “engañosa”, diría yo, pero porque no hay tales “diferencias” en el entero campo de la Filosofía; y correspondientemente “no del todo”, porque tampoco Nietzsche ni Heidegger lograron evitar la metafísica al pretender conservar el filosofar, es decir, al conservar las pretensiones del grupo cuyos yoes dependen de ello y los inviste de responsabilidad.


El intento de refundación de Strauss, basado en esa mentira relativa (y “piadosa”) de que “Toda la historia de Occidente pueda interpretarse como el intento siempre reiterado de lograr un compromiso o una síntesis entre estos dos principios antagónicos” (“obediencia” teológica vs. “indagación libre”) que habrían “fracasado” (Tucídides: el significado de la historia política, op. cit., pág. 141), no pasó de ser un sueño, en apariencia aún no totalmente “refutado”, cuya forma pura y engañosa se extingue. En realidad, lo que esos supuestos intentos ponen en evidencia es la raíz común de unos y otros sacerdotes: la reincidente “magnanimidad”, la reincidente pretensión de hacer del grupo propio el grupo hegemónico. Fue, además, una forma híbrida aún de lo que sus discípulos pueden tener por delante para tener algo; precisamente lo que Meier pretende refundar, que es definitivamente otra cosa, en todo caso, una cosa puramente académica, demasiado burocrática ya como para que pueda hacer retroceder los hielos del “invierno infinito”. Y es que el suyo ya es “otro grupo”.


La propuesta de Strauss de construir una “sociología de la filosofía” (La persecución y el arte de escribir, Introducción, Amorrortu/editores, Bs. As., 2009, pág. 11) apenas si esconde el mismo llamamiento político de Meier que, como bien dice Strauss y Al-Farabi, viene de Platón: “La comprensión de ese peligro (el que amenazaría al filósofo en la ciudad, o sea, en el curso de la marcha real, “connatural a la filosofía” y sólo en un segundo plano, el que afecta a quien se exponga en la lucha política) y de las diversas formas que ha asumido y que puede asumir, es la tarea más importante, en verdad la única tarea, de la sociología de la filosofía” (ibíd., pág. 28; paréntesis y negrita míos), explicitando así lo “único” que le importa a un grupo que es “sobrevivir”, aprovechando, adaptando y, si cabe, luchando abiertamente contra toda “realidad”. Esto cuando reconocerlo hasta ese punto pone el dedo en la llaga; cuando lo que hace falta es incidir en el concepto sociológico (y psicológico) de grupo que sólo él mismo, en base a sus propias reglas, se declara necesario, etc., y por tanto... predestinado.


No sólo La Filosofía se extingue, y no sólo siguieron Nietzsche, Heidegger y Strauss “buscándola” (y buscando a Dios con su otro yo “loco”, del que es signo identitario, sino que al extinguirse la subespecie de los filósofos (y por ende su “conversación”) lo que se extingue, lo que se reduce hasta la pérdida de la posibilidad misma de reconstituirse, es todo perfil socio-profesional equivalente separado (o... “aparte”) de la masa ahora ilustrada, cuyos intereses y métodos de supervivencia cada vez se comparten más (y de la que sólo cabe separarse, o sea, ocupar un lugar de privilegio, claudicando, pasándose a las filas de la burocracia dominante, integrándose en una de sus pirámides políticas), a través de una metamorfosis que es producto de una señección artificial en toda regla. Lo que tenemos, en realidad y en lo fundamental, es otra cosa, y el sustituto no es el superhombre ni siquiera el miembro del equipo científico del Heidegger del treinta y pico, ni tampoco el filósofo-rabino de Strauss; lo que tenemos es al burócrata de la cultura o al proletario de la cultura, incluido en este marco al “funcionario de la técnica” del Heidegger menos esperanzado ya, el de posguerra (¿Y para qué poetas?), todos queriendo hermanarse en una nueva “dignificación (seudo)democrática” mediante la usurpación y el usufructo del viejo nombre oxidado, hueco como todos los conceptos de sus manuales y todas sus consignas proselitistas. Algo que viene retroalimentándose desde hace tiempo, en cierto modo inscrita en el engaño de base (donde el conflicto ya se describe de manera sin duda interesada -con fines propagandísticos indudables- en el Eutifrón de Platón), y que por lo visto lleva al “invierno infinito” contra el que Heidegger aún llamaba al “riesgo” (ibíd.) “Invierno”, “noche”, a criterio de la parte visible del proyecto que flota a la deriva, como un iceberg, pero no para la parte sumergida sino para la parte que por expuesta se deshiela y se siente amenazada de desaparición, que ya languidece, socialmente despechada, y que, en muchos casos, opta por unirse a los usurpadores más pragmáticos. En democracia los linajes de Sócrates y los de Eutifrón se cruzan definitivamente, adoptando incluso el nombre de la vieja “dignidad”: Filosofía. Residualmente, con un proyecto teológico-político.


Sin duda muchos aspectos concurren en esa depreciación de las metas, y sin duda todo radica en la misma complejización (que define la marcha), pero es interesante observar la amplitud del fenómeno que alcanza a todos los movimientos que hoy son tildados desde el poder como "radicales", sea para marginarlos, sea para utilizarlos, y cómo intentan ellos a su vez afanarse por demostrar que no lo son, que sólo pretenden reformas.


En fin, una y otra vez resuenan en mi cabeza las palabras póstumas de Nietzsche. Por qué no, tal vez “le quede a la risa un porvenir”, tal vez resista el linaje de Aristófanes y en su seno se siga creando y comprendiendo la ironía; tal vez continúe abierta esa alternativa, aunque más no sea para no sucumbir al frío de la noche.