martes, 20 de noviembre de 2007

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viernes, 16 de noviembre de 2007

La diezmación de Tietnianish (algo a propósito de Stephen Jay Gould)

La reciente lectura de "La vida maravillosa" de Stephen Jay Gould (un paleontólogo que se dio más ampliamente a conocer gracias a divulgar el "extraño" caso de la diezmación de Burgess Shale, conocida sobre todo como la explosión -y posterior diezmación- del Cámbrico) me anima a ofreceros un fragmento del séptimo capítulo de mi novela, donde, en el entorno de los diez años atrás yo había situado una descripción que tal vez a Gould le hubiera resultado curiosa. Según él, la "contingencia" habría sido mucho mejor comprendida por la literatura que por la ciencia. Yo pienso que muchas veces, la inducción literaria acaba abriendo paso a la ciencia, algo que creo que no debe atribuirse sólo a la literatura sino a toda elucubración humana imaginativa, proyectiva, no defensiva, no reaccionaria. Pero sin duda, la buena literatura tiene la propiedad de sublimar situaciones particulares que señalan dónde palpitan las leyes de la realidad, provocando así, inevitablemente, "una nueva conciencia", como decía F. R. Leavis y rescataba Richard Ford. (¡Además de contener mucha más cusalidad que contingencia!, y esto va por las apreciaciones interesadas y sesgadas de Gould sobre la literatura.)

Eso hice (a sabiendas) hace más de diez, quizá de veinte, en todo caso mucho antes de que llegara a mis manos el libro Gould (que, lo reconozco, me enfureció un poco por razones que aquí no vienen a cuento a la vez que me proveyó de una valiosa información y de un punto de vista que por oposición me permitió afilar el mío: en los próximos días acabaré de completar el post sobre el tema que aún mantengo en "vías de publicación". ) Pero no me refiero en particular al fragmento que sigue, sino a la entera concepción que está en los entresijos de mi novela y que siento cada vez más sólida: la idea de la concatenación histórica, de la determinación de lo inmediato por lo existente hasta el momento previo: mi particular entendimiento de la Complejidad. Y de mi particular respuesta al dilema y al "drama" que plantea Gould con, para mi criterio, una confusión simplemente inversa a la que pretende combatir y que lo devuelve, como a un bumerang, al regazo del antropocentrismo con el que pretende haber roto e inclusive haber herido de muerte.

Pero, en fin, he aquí el fragmento de mi novela para vuestra consideración...


Recupero la sensación de tener la cabeza apoyada sobre su regazo, las señales de sus caricias en mi piel y los pensamientos hermosos que alcanzó a dedicarme. Siempre me ayudarán a dormir como a una recién nacida, siempre me empujarán a unos sueños apacibles y alentadores.

En el tiempo de uno de esos sueños, Roueg-dor me invita a seguirlo a lo largo de la orilla del laguado por un sendero que se hace escarpado en la medida en que se evidencia la cornisa. En la lejanía vuelvo a escuchar el concierto de largos zumbidos que se prolongan, como antes, de un modo irregular y se entrecortan a destiempo (como si los escuchara mientras intentase no abandonar un sueño.) Una manada de doensy trepa por los estrechos escalones de arriba, donde logran asirse gracias a sus largos y anudados dedos extensibles y elásticos. Alzan sus largos y bulbosos cuellos sin cabeza ante nuestra presencia, dirigiendo miradas recelosas desde los cinco diminutos orificios visuales que los coronan, y se alejan de inmediato, huyendo de nuestros lazos y dardos (los de Roueg-dor, los de los Innovadores, claro) que se levantan en la memoria de su sistema defensivo. Y con la precisión de la visión alcanzo a captar la extraña idea, ¿confusa?, ¿incompleta tal vez?, que me dice que los doensy constituyen una de esas especies que se quedaron «dentro», con nosotros.

Pero no pido detalles. Sé que todas esas cosas las iré comprendiendo con el inapreciable fluir de los pulsares. El tiempo sigue adentrándose en el futuro donde me siento crecer, madurar, envejecer, futuro, yo diría, del pasado, y Roueg-dor y yo atravesamos un desfiladero al final del cual se abre un espacio más amplio rodeado de escarpadas paredes de roca, tan altas que deben rozar si no alcanzar el mismísimo Techo del Mundo, y en cuyas cimas una especie de pequeña «nube eléctrica» (curiosamente estática) se encuentra suspendida permitiéndonos, gracias a su resplandor, verlo todo en una perfecta y clara progresión de grises.

Roueg-dor me muestra unas marcas que son como dibujos, aparentemente indescifrables, que aparecen en la pared de roca que tenemos delante. No dice nada, pero no es necesario, lo comprendo. Y no sólo eso: nunca antes había oído ni visto nada de lo que me está enseñando y sin embargo aquello no me resulta ciertamente sorprendente. De algún modo, todo me parece, ¿cómo lo diría?, ¿obvio? También La Historia dibuja sus mensajes.

En la pared puedo observar amplias bandas de factura irregular que se superponen unas a otras, de abajo hacia arriba; algunas más oscuras que otras, formando un concierto de grises de distintos tonos; unas más anchas, otras muy estrechas, unas largas como la propia pared, otras apenas una mueca, una sonrisa, una ócula fabulosa, una lágrima congelada. El nombre viene a mí como penetrara en mi mente a través de la piel: historia, mensajes de La Historia. «Hela aquí, La Historia», escucho a Roueg-dor, como a un eco. ¿Las bandas en la pared de la montaña? «Las mismas», afirma. Y noto cómo mis palmas tocan la pared y la recorren en todas direcciones, percibiendo las figuras que parecen esculpidas, atrapadas en la piedra y la lava, mudas e inmóviles, pero elocuentes. Dicen: «Hemos sido criaturas, hemos estado vivas, reptando, volando, trotando; alimentándonos las unas de las otras, reproduciéndonos; muriendo mientras otras nacían y nos sustituían.»

Más arriba, en la banda siguiente, las figuras cambian, pero, con nuevos balbuceos, dicen más o menos lo mismo. En algunas franjas, las intermedias, no hay figuras; en las más altas en cambio reaparecen, y son formas en las que puedo reconocer cuerpos similares al mío y al de Roueg-dor, al de Güian-dor o al de Uluair-agra, al de cualquier leebai, innovador u orillero. Así llego hasta el alcance del Techo. Allí arriba vuelven a verse formas extrañas, desconocidas, que hablan menos aunque siguen dando testimonio de una vida perdida hace incontables roshetay de roshetay, enterrada bajo muchísimas capas, llovida catorcellones de veces por la lava y el agua y reducida por fin a señales y a polvo, un polvo que Roueg-dor me enseña y me demuestra que equivale al que puede fabricarse con los huesos hallados en las bandas más bajas, en esas que él ha denominado, no sé por qué todavía, «primeros estratos», aunque lo estoy vislumbrando.

Está bien, Roueg-dor, le digo, ¿qué es La Historia por fin, y para qué sirve? ¿Nos garantiza el futuro? ¿Señala nuestro destino? Y percibo que soy yo el que pregunta aunque las dudas sean las de Roueg-dor; que soy yo el que las formula, pero en nombre de sus propias inquietudes y carencias. Por eso no hay respuestas útiles. «Es Evolución, es Concatenación Ininterrumpida, imposible quizá para nosotros saber desde dónde y desde cuándo, seguramente imposible saber hasta dónde, hacia qué. Es el paradigma del sinsentido, de la falta de meta, de la pura transformación que adquiere contenido en un instante para perderlo tras alcanzar, a veces, cierta gloria. Es la sucesión de explosiones predecibles e impredecibles que sin embargo pueden ser hilvanadas, nombradas y vinculadas a posteriori por la mente, o sea, por el último de sus productos, un resultado complejo determinado por las leyes de la supervivencia en algún punto de su incierto y azaroso camino. Y es por fin, últimamente, la sucesión de travesuras de todos los tietnitas y de todos los que están en el mundo adaptándolo sin pausa ni renedio a sus necesidades inmediatas, aunque sea con guerras y hambrunas, dominación y exterminio, enfermedades y dolor, desolación y tristeza.

Lo interrumpo: —¿Travesuras? Algunas fueron escalofriantes.

—Exacto, escalofriantes —me contesto, recordando a los impedidos de Arbaad que no se borrarán nunca de nuestras mentes, recordándome a mí en la cubirta leebai cuando me «preparaban» y que jamás podré olvidar.

—Muchas, demasiadas.

—Pero, las comprendes, ¿verdad? Las comprendemos.

—Las explico, podemos explicarlas. Gracias a ellas hemos nacido.



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