A la conquista de una nueva conciencia (invitaciones a su lectura)

Entrar en una novela es como entrar en un espacio misterioso; un mundo, una casa, un cementerio… La ilustración de la portada, el título, la reseña de solapa, pretenden darnos pistas, pero sospechamos, o queremos sospechar que nos engañan. De pie ante la estantería o la mesa de donde la hemos cogido, ojeamos el libro que la contiene con sigilo: sobre todo nos cuidamos de destapar cualquier indicio real que nos delate el desenlace, y buscamos, con más o menos inocencia, más engaños, guiños y señales que nos empujen dentro.

Porque una novela debe ser una isla del tesoro para ser novela.

“Una nueva conciencia”, nombra un fenómeno que es a la vez parte de la historia que cuenta pero sobre todo quiere certificar mi intencionalidad particularmente literaria. Incluso, lo primero se deriva de lo segundo. De ahí que haya escogido ese título un tanto esotérico en apariencia; pero no os preocupéis, no tiene esas connotaciones. El sentido verdadero se refleja en el lema que encabeza el libro y cuyo texto cito a través de Richard Ford aunque pertenece a Leavis y que deduce de su estudió de la obra de Lawrence.

Leavis señala el rol que desempeña la buena literatura; y hacerla con pasión y trabajo es mi inmodesta y previsible pretensión.

Pero, como he dicho, no hay novela sin isla del tesoro... o, al menos, sin mundo subterráneo con un mar interior... (lo que obviamente es un guiño y un homenaje a mis primeras lecturas fantásticas, las novelas de Verne.)

Estamos pues ante ese mundo subterráneo con su Mar Central, situado bastante cerca de la superficie de un planeta misterioso del que poco sabremos. Alrededor del Mar se pueden ver catorce aldeas separadas en dos grupos desde tiempos inmemoriales. Las siete del lado Gon, menos ortodoxas que las del lado Nog, han sido afectadas desde un principio por los cambios que se iniciaron con la aparición de la innovación en su seno y no podrán librarse de ese sino.

De una de estas aldeas de la orilla Gon son oriundos Mouil-agra y Güian-dor, la pareja que ha sido separada a consecuencia de una historia de la que eran aparentemente ajenos y que se presentará en sus vidas de repente; una historia que, más allá de su ignorancia, hundía sus raíces en el pasado del mundo real y del Universo, un territorio mucho más amplio y complejo que el simple, apacible y rutinario en el que creían haber nacido. En ese marco, incapaces de abstraerse de los acontecimientos que los involucran, lucharán por mantenerse unidos en las nuevas condiciones que le ofrece la realidad, asimilándola y adaptándose.

Esto los llevará hasta Las Laderas, donde ya no quedan más que los restos de una civilización condenada y rechazada por Las Orillas y levantada por Los Innovadores, e incluso hasta más allá de los límites visibles del mundo. Lugares todos poblados por seres cuyas conductas y manera de ver las cosas no pueden sino resultarles extrañas e incluso sacrílegas y peligrosas. Seres del presente marcados por el pasado, donde una Guerra entre especies diferentes fue ganada por minúsculas bacterias, así como otros salidos del mismísimo pasado y continúan definiéndolo, cuyas vidas acabarán por comprender y superar.

Por fin, conducidos ambos por esa tormenta que se desata repentinamente sobre ellos, y cuyos efectos jamás habrían imaginado, no les quedará otro camino que aceptar esa nueva conciencia que se les ofrece y aceptar que han acabado por ser diferentes. Una nueva conciencia que al final promete abrirse camino en las mentes de unos lectores inquietos entre los que, espero, también os hallareis vosotros.


Una nueva conciencia (dos fragmentos)

inicio del Capítulo I

MOUIL-AGRA: La Gran Buscadora

Aguardo un poco más a que las últimas ondas de lush del elimash se diluyan en el Mar y la rojuridad cubra la aldea para circundarla sin ser vista. Sobre los lomos de los famuros, orientados hacia los fuegos eternos para que nos protejan de las lluvias, los destellos entrecortados de las gigantescas erupciones lejanas se replican sin descanso. Por momentos, recortado contra el rastro efímero que deja Boroosh, el Rector, al sumergirse, consigo vislumbrar la singular silueta del templo que la Encomendada ocupa. Hasta allí tengo que llegar sin contratiempos, aunque ciertamente no es sencillo ya que la torre se halla en el extremo opuesto de la aldea, casi al borde del agua.

Por fin, con resignación y una buena dosis de coraje, abandono el parapeto de las dunas y me arrastro hasta los famuros periféricos, rogando que mis hermanos se hallen ya en sus lechos, adormeciéndose o mejor soñando. No obstante, prefiero reducir al máximo los riesgos: no sería la primera vez que algunos jóvenes, aprovechando el sopor de los pareénsy, hayan vuelto a la playa para acabar alguna charla o para ganar la adolescencia movidos por la inquietud o el deseo. Por eso no me fío y a pesar de la relativa protección que me proporcionan el osimash y los guantes con los que cubro mis manos, me muevo con cuidado, avanzando a tramos cortos mientras me lo permiten los famuros a los que me pego y apresurándome cuando me toca salvar las travesías. Nada sería más desastroso que ser descubierta, especialmente por Güian-dor, mi enamorado. En cuanto a la Encomendada Doies, a quien acudo para pedirle ayuda, espero no tener que despertarla; conozco su mal genio y sé lo adverso que podría resultarme su enfado. Pero no puedo continuar con titubeos, ella es mi única opción. Kaueg-dor, como cualquier otro de los pareénsy de la aldea, y él en particular como pareéns de mi famuro, no asegura más condescendencia ni más eficacia que las que espero de ella sino todo lo contrario. Una inexplicable convicción, que comenzó a hacerse mayor en la medida en que desandaba el camino de la Búsqueda, me dice que la Miístre Doies sabe cosas que los demás ignoramos, y, aunque esto me sugiera la existencia de unos objetivos que ella vendría persiguiendo en secreto, también me empuja a colocarme en sus palmas. ¡La Miístre, a la que Boroosh acogió allá en el Osimash Profundo para darle la Encomienda, debió recibir de Él las facultades necesarias para liberarme de las malditas fibras que tuve la desgracia de Hallar en Las Laderas y que han anclado en mis palmas; ella tiene que devolverme a la cordura! ¡Ay, Boroosh, Boroosh, tengo que volver a ser la simple orillera que era antes de que la Encomendada me enviara de Búsqueda!

Pero las sospechas vuelven a ponerse en primer plano en cuanto la tengo en frente, cubierta por esa vestimenta de la que jamás prescinde y que sólo deja a la vista la máscara con la que cubre el rostro, todo, según confesó ella misma, para ocultar los signos de una ancianidad extrema. Y el recelo se acentúa cuando me invita a pasar, sin más preámbulos, como si no necesitase explicación alguna, como si fuese cierto que lo sabe todo y me hubiese estado esperando. Enseguida vuelvo a sentir en mi mente voces que cuentan ficciones contrapuestas e inverosímiles en donde reconozco aquellas siniestras señales de alerta. Pero sé que provienen de las fibras y logro reponerme de nuevo; pobres, sé que perciben que estoy ante la Miístre para acabar con ellas y hacen lo que sea para no perder la vida que consiguieron recuperar a mi costa. Pero no lograrán inducirme desconfianza ni que vuelva a arrepentirme. Por fin, aunque confusa, cruzo el umbral dispuesta a ser redimida mediante la penitencia y el castigo. ¡Ya está, ya no hay retorno! Una vez dentro, bajo la mirada de la Miístre, cuyo frío siento a través de la ranura de su máscara, me quito, de una vez por todas, los guantes de recolección que me había calzado para evitar el rechazo de los míos, y dejo al descubierto las fibras.

Fui una incauta, de acuerdo, sin duda una codiciosa, confieso avergonzada viendo que sigue sin decirme nada, pero cuando las encontré no presentaban este aspecto ofensivo; estaban al acecho, entreveradas con la carne maloliente y los quebradizos huesesillos de un par de manos muertas.

¡Malditas tramposas, no brillaban ni palpitaban como ahora y no las pude ver camufladas como estaban en la rojura de esos restos, créame, Miístre, si no, no se me habría ocurrido tocarlas! Lo que ya no tengo tan claro es cuándo ganaron lush y se extendieron así sobre mis palmas; si fue cuando tomaron contacto conmigo o durante la pesadilla que me atrapó en ese mismo instante, cuando las asía. En todo caso, me encontré de repente de rodillas, los brazos extendidos sobre una chablada, viéndolas brillar en mis manos, pero convertida en un -dor enfermizo y repugnante. Con la sensación incluso de que ya las había visto antes brillar en mis palmas. Pero esto no era lo único que «recordaba»; ese sitio en el que no había estado nunca, también me resultaba familiar. Y los dos Guardianes de Las Laderas (su aspecto me sugirió el de aquellos innovadores legendarios) que estaban justo detrás de mí, me resultaron extrañamente familiares. Enseguida, uno de ellos, a quien inconscientemente asignaba el nombre de «Vecceo», alzó sobre mí el filo de una espada y diciendo «Medceine», o algo parecido, la descargó sobre mis muñecas, es decir, las de ese -dor en cuyo cuerpo me veía. ¡Le sucedía a él, pero fui yo quien sintió aquel dolor desgarrador que me arrojó a la inconsciencia! ¡Fui yo quien se sintió morir o, más bien, la que sintió que el -dor aquel moría! Y sin embargo, debió tratarse de una alucinación inexplicable. Yo seguí en el sitio donde había hallado los restos, y no había muerto; yo, al cabo de un lapso sin registro, fui de nuevo Mouil-agra, aunque al despertar del desmayo y ver el aspecto de mis palmas no me alegré precisamente por ello. Sí, Miístre, las fibras, como puede comprobar, estaban exactamente donde ahora, entre mis ventosas palmares, ancladas en mi propia carne, brillando con esa lush blasfema, tal y como había presagiado aquella alucinación absurda, o como si desde allí, desde la mismísima muerte, las hubiera traído conmigo de vuelta. Y sin que hubiera modo alguno de podérmelas quitar.

Pero eso no fue todo. Los «recuerdos imposibles», como los restos de un fatídico naufragio, comenzaron a salir a flote, a cual más absurdo y perturbador, para transportarme a tiempos y lugares en los que yo jamás pude haberme encontrado. Como ése que me situó, de nuevo transformada en -dor, en una ciudad innovadora donde habría jugado durante la infancia; o como aquel en donde contemplaba una máquina enorme a la que llamaba Taladro con total familiaridad y a la que atribuía la sacrílega función de perforar La Roca. O…

—¡Ay, Miístre!, ¿cómo puede ser posible? —exclamo sin conseguir que reaccione— ¿Cómo he podido yo tener esos «recuerdos» y cómo he podido yo, aunque sólo fuese en sueños, sentirme y reconocerme -dor e incluso recordarlo? ¿Cómo puede sucederme algo así a mí, con los profundos deseos de ser -agra que han marcado el despertar de mi sexo, con las irreprimibles ansias de revertir la regresión que se abatió sobre mí luego? ¡A mí, a quien usted misma, desde el mismo viajesh en que mis órganos prematuros se retrajeron y muchas veces desde entonces cada vez que la consultaba, aseguró que acabaría pasando, que no fuera impaciente, que a veces esas cosas acontecen pero que suelen remitir! ¿Qué hice yo para que todas mis pretensiones de recuperación se hicieran trizas, todos mis deseos de ser digna de Boroosh y de mi buena aldea de Bgashlgon, de contribuir a mantener el Constante, de merecer el amor de Güian-dor? ¡Por lo que más quiera, Miístre, tiene que hacer algo para remediarlo! —le suplico mientras hago un esfuerzo para no estornudar sobre mis propias palmas (maldita sea, ya estoy de nuevo con mis inoportunos estornudos), palmas que sigo exponiendo a su curiosa mirada con expectativa y ansiedad.

Debió escucharme atentamente, no puedo tener dudas, pero allí sigue ella, en cuclillas junto a mí, observando mis fibras como a la vista de un tesoro, presa de una especie de sopor inanimado, magullando una suerte de rezo que no consigo captar con precisión y no interpreto en absoluto. Permanecemos así un tiempo que se me hace eterno. ¿Qué espera, me pregunto; qué hace? ¿Acaso no le basta con lo que le he contado, no tiene suficiente con observar la evidencia? ¡Vamos, Miístre, tiene que ayudarme, insisto, tiene que extirpar estas fibras de mis palmas y borrar de mi cabeza todas esas pesadillas!

¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué es eso que dijo de repente? Pero la Miístre Doies interrumpe sus murmullos y me observa desde el fondo de la máscara. Sin enojarse, sin manifestación alguna de perturbación. Estudia, un poco más todavía, las fibras que brillan en mis palmas. Suplico, una vez más; le exijo de nuevo que me ayude, que debería… Ella hace un gesto imperativo y me obliga a acuclillarme mientras ella se yergue. Luego se retira hacia la habitación contigua donde, al cabo de unos pulsares, alcanzo a ver unos extraños reflejos de lush que comienzan a bailotear en la pared visible. Como si proviniesen de una superficie acuosa, de pronto ilushminada, que hubiese sido perturbada al mismo tiempo; lush y movimiento, creo. Nunca antes había entrado en ese viejo templo reservado (hasta antes de que ella regresara del Osimash Profundo) a la meditación de los Grondpareénsy que se aprestaban a Partir, pero había oído hablar de sus rituales y de las inmersiones preparatorias para la Última Travesía, y supongo que en esa estancia está la alberca en la que solían entrenarse, lo que me lleva a pensar que esos reflejos que tanto se parecen a los que reverberan entre mis ventosas, provienen exactamente de allí. Recuerdo, creo recordar, que me asomé para ver. ¿Lo hice? ¿Cuándo?

Entonces, en ese mismo y verdadero instante, todo a mi alrededor enrojece de manera uniforme y el frío y la humedad muerden mi piel allí donde está menos protegida. Lejos, a la distancia, cambiando de posición en la medida en que me muevo, observo las trémulas formas de algunos halos, apenas más calientes que el entorno, impropios en todo caso de famuros y de templos y ni siquiera propios de las barcas alineadas en la playa o de los andamios donde se deja ahumar el iglush. Hum, parecen rocas aisladas a uno y otro lado del sendero por el que marcho sin pausa desde… Oh, sí, sí, ya lo recuerdo todo, aquellos eran recuerdos propios, reales, hechos sucedidos que no me alegro en absoluto de recuperar. Claro, hace bastante, quizá no demasiado, me estuve deslizando con sigilo por entre los famuros de la aldea para llegar hasta la morada presuntamente protectora de la Miístre Doies, luego, efectivamente, le narré los hechos tal y como habían pasado y por fin acepté beber de esa botella que había llenado con agua de la alberca, incapaz de resistirme y de manifestar mi desconfianza y mi asco. Ahora, en realidad, estoy saliendo del trance, del dulce y engañoso trance hipnótico al que me sometió inmediatamente después, maldita sea.
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Un fragmento del capítulo X

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Ya no estoy atravesando el lago, ni el río, ni el pasadizo, sino ascendiendo, alejándome de mi Refugio aunque también del Mar, como había decidido antes de encontrarme con aquellos jóvenes orilleros que se peleaban en la quebrada y agitaban sus hipnóticas fibras. Sin embargo, se huele la muerte flotando en la neblina, como si aún fuera aquel lejano viajesh en que regresé de La Ish con el botín de fibras que aún no sabía para qué había robado, sin animarme aún a impregnarme (como decía Mouil-agra) como por fin acabé haciendo. También, extrañamente, percibo dentro de mí dos ritmos diferentes de pulsares, residualmente desdoblados, uno de ellos ciertamente agonizante. Y recupero la sensación de estar marchando hacia la boca del túnel que una vez perforó nuestro Taladro, abriendo el camino hacia otro mundo, un camino que nos trajo el terror, la aniquilación, la incertidumbre, en lugar de la hermandad ansiada. Bastó que nuestro perímetro visual se rompiera como la superficie de un líquido para que todas nuestras creencias y esperanzas se derrumbaran, unas sobre las otras. Y para que corriéramos a refugiarnos en la simplicidad de los miedos y las reprimendas, de nuevo tras un estrecho y más seguro horizonte. Así, mientras me dispongo a iniciar la subida, me pregunto: ¿habrá, más allá, del otro lado, otra esfera, otra capa u otro techo que, de romperse a su turno, pueda darnos nuevas esperanzas, o el miedo volverá y retrocederemos asustados? Ay, sí, vuelvo a sentirme empujado hasta ese otro mundo para comprobarlo, aunque allí sólo encuentre la muerte como única respuesta. Nuevamente la muerte. Hasta el último aliento. Entonces siento que lo he adivinado todo y me pregunto, como de costumbre, para qué continuar. Pero qué digo, qué es lo que pretendo después de todo. ¿Destruir lo indestructible? ¿Transformar lo intransformable? ¿Acaso fuera de la dualidad propia de la vida espere encontrar algo inequívoco que no sea la muerte? ¿Acaso la pasiva vida vegetal de Boroosh, subiendo y bajando en espiral, movido por una fuerza que al parecer no le pertenece ni controla? De cualquier modo, si hay algo completamente distinto de nosotros en la naturaleza, no creo que lo pueda ver. Porque no se puede ver mucho más allá de los propios límites, de esos que están fijados por nuestro tiempo y nuestro espacio específicos y por la química que nos constituye. No obstante, quién podría garantizar que al otro extremo del Gran Túnel no haya algo que al mismo tiempo provoque un cambio que me haga ver las cosas de manera diferente, ¿más claras? ¡Ja!, ¿no decía algo así para mis adentros cuando bajaba hacia Bgashlgon para embarcar hacia La Ish? Entonces aún era joven, ¿quién habría podido demostrarme la inutilidad de conocer a las Suay-d’Boroosh y sus secretos sobre la rutina eterna? ¿Quién que la pérdida de Gioas-agra no me sería compensada con ninguna revelación? ¿Que perdería muchos roshetay de vida? Bueno, no sé por qué digo esto, porque no siento realmente que los haya perdido por hacer unas cosas en lugar de otras. Nunca creí en las fantasías cíclicas de Las Orillas y de las Suay-d’Boroosh (¿nunca?), pero ahora reconozco que bajo el velo del mito inamovible, bajo el pesado y asfixiante ropaje del que pretende ser el más completo de todos los sistemas, hay puertas que se abren retándonos a franquearlas y hay nuevas que se entreven a la distancia, o al menos que se imaginan. Que es cierto, también, que la desesperación logra abrirlas, aunque sólo sea para encontrarse ante otra. Como rezaba La Norma de la Graenmeéster: hasta el infinito en una sucesión incontable de puertas encadenadas. Claro que para ella conducían al mundo de los dioses, pero ésta no es la cuestión principal como creía cuando sólo veía la superficie de las cosas. Y es así porque a la vida siempre la mueve y la moverá lo mismo: superar los límites a instancias de la ansiedad, aguijoneados por la proximidad y la inmanencia de la muerte. Estamos hechos para querer y no poder.




Permanezco algunos pulsares ante la Gran Abertura del túnel desolado. Nunca había estado allí antes. Ahora, a la vista de su diámetro, recuerdo aquellas tres portentosas máquinas que de pequeño fui llevado a ver, recién acabadas, a punto de iniciar la mayor aventura en la que jamás se embarcara Tietnianish. Y recuerdo cuando mucho más tarde, uncien y cincuenta roshetay más o menos después, ya adolescente, aquella fecha fatídica en que dio comienzo la Restauración, volví a ver el último Taladro de los tres, el único que regresó intacto y, al menos para mí, triunfante, triunfante por encima de todo. Todavía era enorme, sí, aunque no tanto como lo recordaba junto a los otros dos y como lo recordaría siempre desde entonces. También el agujero es grande, pero tampoco como lo imaginé en aquellos tiempos y como persiste aún en mi imaginación. Quizá nunca volví para evitar el desengaño: las imágenes de la infancia y las de las leyendas son tesoros demasiado estimados como para ofrendarlos a la cruda realidad. ¿Realidad, digo? Pero si los sueños y los recuerdos eran y son para mí tan reales como cualquier cosa que sea capaz de afectarnos. No, quien atenta contra las imágenes infantiles no es la realidad sino nuestra habituación a verlo todo crecer y cambiar, madurar y morir. Por suerte, para bien o para mal, felices o penosas, las imágenes de la infancia sobreviven en la nostalgia o en las pesadillas. ¡Es un deleite haber tenido un pasado!
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