Si el río suena es que agua trae, dice el refrán, e indudablemente dice más que los que se atrevieran a sostener que el sonido precedía al agua y al río, como no sé si se atrevería a sostener Platón siendo fiel a su discurso. Parafraseando en cualquier caso el refrán, podríamos decir que cuando sobre un tema se debate es que el tema se ha convertido en político... lo que significa y sólo puede significar sólo una cosa en un sentido filosófico (tal como esto se comprende y no literalmente), a saber: que el tema se ha convertido en crucial para la vida de aquellos a quienes la cuestión preocupa. Es, en concreto, lo que hace de La Democracia un tema de debate en diversos espacios de índole intelectual en estos meses; un asunto sobre el que vuelvo a prometer una serie de artículos en breve, en este mismo blog empezando seguramente por el próximo; un interés que en mí sin duda nace del mismo caldo de cultivo del que naces esos debates, es decir, del hecho de que vemos peligrar las ventajas que La Democracia (en realidad el estado de equilibrio interburcrático actual que muchos siguen asociando a ese concepto de manera netamente platónica) conserva para nosotros, los que vivimos estimulados de uno u otro modo a producir abstracciones, a desentrañar leyes y concatenaciones y a construir narraciones que den cuenta más o menos honestamente, más o menos histriónicamente, de nuestros desvelos..
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Esto no es más que un corolario de la crítica radical que pretende no autoengañarse suponiendo que los debates son inocuos y desinteresados, que la preocupación intelectual (por del intelecto entrenado) nace del amor o la avidez por la verdad, del espíritu posesivo de la mente o de una suerte de predestinación impuesta por unos u otros dioses, explícitos o implícitos, venerados o negados... La crítica radical, en la que pretendo hacer pie desde hace un tiempo de manera explícita, parte de lo real (no de la verdad), es decir, de lo que se aprecia como determinante de sucesos, lo que tiene lugar de manera fugaz pero decisiva, en el curso de la interacción modificadora, de la inestabilidad, de la inaprensibilidad. Para ella, la realidad es el río que nunca es el mismo, que no se deja capturar, pero a cuyos estados pasados siempre podemos remitirnos, sin duda de manera un tanto incompleta, sin todos los detalles, pero de manera suficiente e imaginativa, si se me puede entender a la luz de lo que sigue con estas palabras y tamaña síntesis.
En esa realidad, el hombre juega precisamente el papel del inventor incorporado al proceso: capta parcialmente lo que se encuentra a su alcance (alcance que es capaz de ampliar en una u otra medida) y proyecta creativamente esos datos con vistas a la domesticación y al control interesado; y esto introduce hechos adicionales que reencauzan y remodelan la realidad en la que se está y se es.
Se trata, en consecuencia, de definir a los actores y delimitar sus motivaciones. Algo que al pensamiento ideológico, por llamarlo de algún modo (y el autodenominado científico se incluye), se caracteriza por ignorar. En este sentido, ese pensamiento tiene raíces míticas y sus construcciones medularmente son mitos; es el caso de la Ciencia, que bajo la piel de su práctica, y dominándola, vigilándola y limitándola, tiene por médula un mito, el mito racionalista (en esto, sirva esto de apunte para el debate, acierta Kolakowski -La presencia del mito-, aunque trata de convencernos que nada se puede hacer para evitarlo, algo que yo pongo en duda o en cuestión, aunque sin ánimo taxativo alguno; que hay que resignarse y, si acaso, dar con un buen mito). Ahora bien, definir los actores y sus motivaciones, algo que completa las dos facetas del ser humano, su estar en el mundo por un lado y su voluntad consciente por el otro, debe hacerse desde el estudio de su dinámica, de su rol activo en el entorno en el que se ve obligado a desenvolverse bajo las formas específicas y complejas que lo diferencian de los demás objetos e individualidades mundanas, pero reconociendo que en la base de esas diferencias hay un común denominador que no es otro que la voluntad de permanecer, de autoconservarse, de repetirse... se trate de lo vivo o de lo inerte, lo meramente inercial.
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Quien más lejos llegaron en este sentido fueron Schopenhauer y Nietzsche señalando que el mundo real es el apariencial, el de la Representación y el de la Voluntad. Sin embargo, Nietzsche mismo, quien a mi juicio fue quien llegó hasta la frontera del problema reconociendo, como puede verse al final del Así habló Zarathustra, que no quedaba nada sino el amor propio (la "propia obra"), que no había en el fondo otra verdad que la propia vanidad, acabó desandando uno que otro paso al intentar a pesar de todo de fundar una Filosofía del Futuro en el territorio imaginario que se situaría Más allá del bien y del mal.
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Sileno nos dice una y otra vez lo mismo: estamos atrapados por y en lo que hemos devenido, aunque no todos con igual intensidad psicológica ni del mismo modo (como también supieron ver todos o por lo menos los más grandes pensadores pretendidamente antimíticos o, si se prefiere, científicos -grandes sin duda porque sintieron la espina clavada en el corazón y nos la hicieron sentir a muchos... cuando dejamos de negarlo-. Sileno, sí, nos lo dice: atrapados y al borde de querer "morir pronto" en cuanto nos descubrirnos tal cual somos: ambas cosas, de cualquier forma y en un sentido profundo "inalcanzables".
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(1) Supermarcianos... o la raza de los superhombres, la subespecie de los sabios magistrales, uno u otro mesías, los tótems, los espíritus ancestrales, los dioses, etc., no son sino reconfiguraciones de los mismos personajes míticos que el ser humano ansiaría hallar o invocar con un sentido efectivo.
(2) Potlatch es un término aborigen de origen amerindio que Marcel Mauss (Ensayo sobre el don, editado por Katz) consideraría "un sistema (social) de prestaciones totales" que gira en torno al binomio dar/recibir regalos o dones, y por ende las fuerzas mágicas que los mismos encerrarían. E potlatch se practicaba, y se vivía, con diversos matices en las sociedades arcaicas en diversos grados (donde más entre los indios del norte de América, Groenlandia y Asia, pero que, como bien señala Mauss, no debe ser considerado como una "curiosidad" de carácter "primitivo" sino como algo que compone el núcleo o la semilla de las formaciones e instituciones más complejas que se desarrollaron luego, inclusive en las sociedades modernas, en las que ese núcleo ha subsistido bajo formas nuevas y más sutiles. Mauss pone en evidencia el hecho y la continuidad, aunque no acierta a explicar su origen, el cual reivindica a la manera del naturalismo dieciochesco y en la misma línea se atreve a proponernos idílicamente su readopción (?!). Al respecto debo apuntar, apenas sin desarrollarlo aquí por el espacio que requeriría -por lo que pido disculpas de momento-, que a mi criterio el fenómeno es enteramente referencialble al núcleo del problema que he mencionado en el texto: el de la debilidad humana en un sentido específico en connivencia y con la presencia de la capacidad reflexiva que conforma la cara opuesta (y contrapuesta) de la primera (una conforma a la otra bidireccionalmente, en realidad), lo que da lugar en primer lugar a la experiencia de la perplejidad. Una experiencia que es consecuencia de la imperfección inevitable del proceso evolutivo, que motoriza y pone obstáculos, que impulsa y paraliza, que culpabiliza y provoca ansiedad, que obliga a fantásticas emulaciones sociales superadoras (como, justamente, las del mencionado potlatch), es decir, a la creación sistemática de artificialidad. (primera enunciación que requiere detalles para que se pueda comprender si acaso su alcance) y el de la necesidad psicológica de explicarla
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