jueves, 20 de marzo de 2008

Los intelectuales, el mundo, la verdad.

De la misma manera que no hay otro observador posible del ser humano que él mismo, tampoco hay otro observador posible del intelectual que otro de la misma clase.

Fuera de los miembros de ese grupo específico propiamente dicho (que deberían ser considerados filósofos si esto no concitará tantos problemas al calor de los tiempos que corren) se encuentran los individuos que no se dedican seria y sistemáticamente a esas excelsas actividades, y son los que huyen de ello con diversas artimañas con el fin más o menos inconsciente de evitarse el sufrimiento que produce en el ser humano la extrañeza que le depara la autoconsciencia forzosa del mundo a la que está condenado. Huida que en general adopta la mayoría refugiándose hoy en día (en el fondo como siempre) en la simpleza de la embriagués y del consumo inmediato o en uno u otro Dios, es decir, en la adopción de normas provenientes de más allá de su propia reflexión que le provean de un destino trascendente, destino que se asume como un acto de fe.

Para estudiarse, el intelectual debe darle la vuelta al instrumento, por el cual precisamente la intelectualidad observa, con el objetivo de conseguir alguna observación pertinente, lo que requiere que la información viaje en círculo por una suerte de tubo de Moebius, donde objetivo y óptica se unirían en un punto coincidente, donde el sujeto y el objeto se fusionarían.

Practicado el juego, ello me ha permitido obtener algunas precisiones que ofrezco sin un orden muy elaborado:

Un intelectual es un ser humano, es decir, posee las cualidades de la autoconsciencia y la reflexividad así como el imperativo genético de trasmitir información conceptual, imperativo que implica que esta actividad se sitúa en el centro de su sistema defensivo (conservador, inercial o invariante) y agresivo (de autopropagación como especie o teleonómico). En cierto modo, el intelectual debería ser el prototipo humano por antonomasia.

Un intelectual no está exento de la extrañeza que a todo humano le produce el mundo (él incluido) y su estar ante él (incluido ante sí mismo). Su reflexividad no consigue superar la angustia, el miedo, la tristeza, la insatisfacción, etc. que embarga a todo ser humano como producto de esa situación que no se puede dejar de vivir. Y esos sentimientos, nacidos del conflicto (ni más ni menos que una interacción más de la realidad), son el motor de la reflexividad misma: se produce así una búsqueda interminable de lo imposible, una búsqueda interminable que no se puede abandonar ni siquiera al concluir aceptando esa interminabilidad y por lo tanto su absurdidad intrínseca.

Un intelectual es un elaborador de conceptualizaciones, lo que le permite tanto la creación de mitos como de religiones, de sistemas filosóficos y teorías científicas. Estas construcciones racionales son posibles gracias a la capacidad de observar, constatar y extraer de la realidad la presencia de leyes objetivas, invariantes, repeticiones, constantes... Todas esas construcciones, míticas o científicas, rigurosas o alegóricas, contienen siempre la característica de repetibilidad (en lo fundamental9 de los fenómenos observados. Ello se afirma en la experiencia a lo largo del tiempo (en lo fundamental) que da la garantía de una marcha lógica y solida, es decir, la que se puede hacer sin estar todo el tiempo en estado de extrañeza, que evita la locura, suministrando la seguridad que necesita una especie para sobrevivir y reproducirse, de que al menos en lo fundamental el mundo es y será el mismo al despertar por la mañana que el que dejamos al irnos a la cama.

Un intelectual no se diferencia exageradamente de sus ancestros (incluidos los primates más avanzados básicamente desaparecidos), de los que proviene evolutivamente hablando, lo que demuestra con su capacidad de empatía. Esta le permite comprender la injusticia en la que viven los demás y descubrir que su propia furia contra la injusticia propia podría darle réditos considerables si la adorna convirtiéndola en universal y promete a las demás víctimas que si lo siguen, él les dará más que "los otros", sean estos quienes sean; es decir, lo que, después de corregir la anomalía que pesa sobre su persona, en todo caso... de no derrocharlo... le sobre.

Un intelectual no está ni mucho menos exento de apetitos como la envidia, las ansias de poder, etc., ni mucho menos es capaz de sustraerse a la conciencia de que el mundo es excesivamente... injusto... especialmente con él. De ahí que un intelectual, por más que se sustraiga de la lucha por el poder (algo que yo creo es siempre coyuntural dure lo que dure), no pueda sino ser sensible a sus cantos de sirena y a soñar que lo alcanza, se solaza en él y lo usufructúa, realizando a la vez sus sentimientos más nobles de generosidad, justicia, amor al prójimo y demás.

Un intelectual, no obstante, es un ejemplar destacado de la humanidad que es capaz de no autolimitar su capacidad reflexiva por causas de índole psicológica: es capaz de superar en buena medida sus propios tabús, darse cuenta de que será más infeliz intentando gobernar que retirándose a gozar intelectualmente (y si es posible amorosamente), contentarse con sobrevivir gracias a los negocios u otras actividades no intelectuales, que no comprometen, con recibir pequeñas gratificaciones (espaldarazos o la tarta que le prepararon sus amigos, una sonrisa, una sincera carcajada...), incluso es capaz de darse cuenta que en el mundo ya caben muy pocos o ningún sacerdote ni profeta, etc. En fin, se trata de un individuo con inteligencia que consigue darse cuenta en qué circunstancias vive y hasta qué punto son poco propensas a facilitarle el accedo al poder. O hasta qué punto debe renunciar a lo que es para participar del mismo... en calidad de servidor del amo.

No obstante, el intelectual tiende a sentirse, de manera habitual, profundamente engañado y, lo peor, no consigue mantenerse como tal salvo permaneciendo en ese lamentable estado. Me explicaré. Todo intelectual, en tanto que reflexiona, llega inevitablemente a concluir que el mundo ante el que se halla y al que se enfrenta le ha sido dado, tal cual se lo ha encontrado, por culpa de y gracias a quienes los precedieron. Esto lo impulsa a quererlo cambiar (un impulso que se gesta en la adolescencia, como también pone muy acertadamente en evidencia Judith Rich Harris en "El mito de la educación"). Este impulso se suma también al motor que da lugar al mito (o a los componentes míticos de la ciencia, como la confianza en la tecnología, la fé en el "progreso lineal", la confianza en la "racionalidad del hombre" o en la existencia de una cada vez mayor cultura acumulada...).

El intelectual tiende muy fácilmente a creer que es capaz de resumir los sentimientos de todos sus congéneres y de darles una respuesta más o menos definitiva o al menos válida para el medio plazo, esto es, un plazo mayor que el que los demás se animarían o serían capaces de ver (y tiende a sentirse responsable por todos, esto es, por la humanidad en su conjunto). El intelectual tiende a pensar que su superioridad reflexiva y tal vez su valor para cuestionar coherentemente lo existente, fenómenos que sin duda experimenta en sí mismo, explicarían la conducta de los demás precisamente mediante los motivos opuestos. Esa simple operación lógica lo conduce a la idea de que los demás son menos inteligentes o menos valerosos, o... que algo los ciega u obnubila impidiéndoles ver como ve él (intereses económicos, represión psicológica, alienación social...). Esta mecánica es la que lleva a los intentos de conducción de las masas mediante el engaño, la predicación, la pretensión de neutralizar a los "malos espíritus" con sus correspondientes exorcismos, etc. En estas prácticas, los religiosos convencidos más fundamentalistas y los más eclécticos, así como todos los ideólogos más o menos racionalistas o más "irracionales", se han dado y se seguirán dando la mano.

El intelectual no dejará por ello de andar más a ciegas que sus seguidores reales o potenciales, ya que su mecanismo reflexivo está tan al servicio de la supervivencia en general y de la suya en particular como... Y DE LA MISMA MANERA, lo están todos los demás mecanismos evolutivos recibidos por el hombre a través de los tiempos, como la cobardía, el deseo de ignorancia, la envidia, el espíritu conservador, la necesidad de convencer al otro o de formar un grupo (la grupalidad ya mencionada muchas veces por mí como grupalismo), etc.

De ahí que no se pueda pedir nada a nadie ni, por supuesto, que no lo sigan haciendo quienes a ello se sientan impulsados. Nosotros, por ejemplo, los que creemos que hay mejores armas para cumplir con lo que somos que con la (hoy por hoy) cada vez más arrumbada fuerza bruta o el engaño, es decir, la honestidad, la valentía intelectual o el deseo de verdad, los que no somos capaces de renunciar a llamar a las puertas del hombre para que, si esas armas descansan o están arrinconadas, vuelvan a las manos y sean esgrimidas de nuevo.

Precisamente, el grupo humano, que viene de antiguos grupos ancestrales y previos, se ve marcado por la necesaria o inevitable respuesta a la extrañeza (intento de explicación de la cultura humana más allá de su acumulación con fines hereditarios). El grupo humano se conforma y luego se mantiene por ello en torno a ideas, a mitos, a certezas que le permitan avanzar en las penumbras. Esta capacidad humana se suma así al conjunto teleonómico que define al hombre. No es que la realidad esté ahí ante un ser incompleto para que este se desarrolle sino que ese ser ha alcanzado evolutivamente un grado tal de complejidad que es capaz de pensar el mundo para dominarlo. Se trata de una característica conseguida, alcanzada, resultante e iirenunciable.

De ahí que el intelectual, descubierta su arma conceptualizadora y predictiva (que valora y usa tanto como la fuerza el bruto, incluso para... "ligar", ¿o no?), se vea promovido interna y externamente a ocupar la dirección de un grupo. Sin duda, desde el principio de los tiempos, dio comienzo" la marcha al poder de los intelectuales". Esto, también tiene un origen evolutivo y es también... una condena que nos toca vivir.

De ahí que no se pueda pedir a nadie que deje de intentarlo. Nunca, mientras el ser humano lo sea, dejará de identificarse con un grupo, real o parcialmente imaginario. El grupo (propio) se funda ipso facto, a cada instante (muriendo muchas veces de inmediato) y a veces en potencia en cuanto se nos presenta Lo Otro, Lo Ajeno, la otreidad, lo extraño, lo extranjero, el egoísmo de todo individuo amenazante (esto está muy bien aclarado y abundantemente documentado por Harris) y no hay un ejemplo más simple e inmediato que se me ocurra ahora que el de nuestro impulso a formar parte del grupo de los conductores ante un peatón distraído o indolente y pasarnos al grupo de los peatones en cuanto hemos aparcado el coche y necesitamos atravesar un paso de cebra.

Que la grupalidad es un fenómeno ligado a la evolución y a la teleonomía genética, lo demuetran cada vez más estudios, como el que ha puesto recientemente a nuestro alcance el investigador científico español Pablo Palenzuela en su blog.

Así, mi conclusión es un tanto determinista, sin duda, aunque debo aclarar que no en el sentido de que crea que todo estaba escrito o diseñado. En un sistema complejo, creo que hay tendencias predominantes en cada momento que permiten entender por qué se dará más o menos a lo que ellas apuntan. Pero no podemos remontarnos al pasado para asegurar que las más remotas en pugna acabarían dando el resultado de hoy. Del mismo modo, el presente sólo es capaz de darnos pautas de un alcance limitado y eventual. Más bien se produciría lo que en una novela policial bien "diseñada" vista por el lector, en donde cada paso, provechoso o erróneo que da la policía, crea o empeora las condiciones para el descubrimiento del crimen. Cada paso dado delimita el camino, elimina alternativas que se descartan, universos que quedarán imaginariamente paralelos, y cada novedad del exterior, cada contingencia que incida en el conjunto, reorientará las cosas, creará alguna que otra nueva alternativa, etc.

Sobre la base de estos descubrimientos reflexivos baso mis diagnósticos. Ello me lleva inevitablemente (un paso determinando el siguiente) a ver (según yo lo veo) hacia dónde apunta el curso de las cosas (sociohistóricamente hablando) y, al mismo tiempo, a no proponer ninguna clase de grupo con fines transformadores ni conservadores. Simplemente, me dejo responder a mi propia idiosincrasia y actúo según mis propias habilidades. Claro que creo que la razón y los hechos observados me asisten. Pero eso, también, al igual que mis concepciones y visiones, pienso que están, todas, determinadas por mi propia particularidad (mi yo, mi mundo actual e inmediato). Quizás una simple nueva fe, pero... qué remedio en todo caso.

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