lunes, 10 de marzo de 2008

"El hombre que aprendió a alterar la armonía del universo" (un cuento para después de todo)

Durante mucho tiempo, Grecia fue el lugar más armonioso del Universo. Era difícil encontrar un griego que no lo viera así. Yo sin duda, no la habría cambiado por nada del mundo, ni siquiera por aquellos paraísos que vaticinaban los oráculos o que tomaban forma en el agua de las fuentes sagradas. Por mí el futuro podía guardarse para sí todos esos puertos deportivos y yates de diseño que prometía, y con todas esas mujeres semidesnudas que tomarían el sol en las playas de nuestras encantadoras islas, y con los hoteles de lujo y los casinos, y con los coches de motor descapotables, y los millones de electrodomésticos que, año tras año, serían más y más sofisticados a la vez que sistemáticamente rebajados. Pronósticos todos que de cualquier modo nunca ya podrán cumplirse. Aceptemos que todo futuro sea posible pero reconozcamos que ninguno se podrá garantizar, como bien decía mi esclava persa, que prefería ver el porvenir en el fondo de las tazas de té que me servía. Pero lo que nunca habría sido capaz de imaginar nadie, ni nosotros los griegos reflexivos ni ninguna esclava por muy clarividente que fuese, es que un día dejara de haber sitio para todo futuro; insisto: para todo futuro. Ay, tras negarme a ver la potencia que encerraba el huevo de Pandora, ya no puedo sino confirmarlo. Así es, digo para nada y para nadie mientras todavía me interrogo, débil y confusamente ya, por lo que pudo llevarnos hasta aquí, mientras siento en la psiquis que la mismísima sensatez se desintegra: ya no lo puedo negar porque lo estoy viendo con mis propios ojos que pronto se cerrarán definitivamente. Lo admito con la vehemencia que me infunde ver cómo pronto sólo seré un ridículo átomo de vaya a saber qué monstruo, si es que no acabe siendo meramente algo de… vacío. Ay, eso no podré ni elgirlo ni saberlo, porque mi final, como el de Grecia, sólo están, nunca mejor dicho, en las manos del increíble Hipaso, eso que en los buenos tiempos fue mi amigo.

Todo comenzó aquella tarde en que Hipaso perdió a los dados por enésima vez y tuvo que entregar hasta la túnica. No fue ni mucho menos el único en el mundo que lo perdiera todo, pero la mayoría que yo supiese consiguió reponerse y comenzar de nuevo. Y pensé que ese iba ser el camino que seguiría Hipaso al emplearse en casa de Demócrito, el tendero, con la misión de cuidar de sus telas y tapices, una necesidad del comerciante ya que debía ausentarse cada tanto para realizar sus suculentos resultados (un negocio ciertamente arriesgado para ser tan poco honroso). Pero pronto comprendí que Hipaso no había aprendido nada del error cometido y que seguía empeñado en negar que ya no era el aristócrata de antes. Como él mismo contaba a quien quisiera oirlo, despertaba tarde día tras día, tras continuas noches en vela, y se dormía en el trabajo sobre los tapices de su empleador cuando no soñaba despierto sin atender a lo que lo rodeaba o pretendía interrumpirlo, la psiquis ocupada todo el tiempo (no diría que en razón a la nostalgia sino más bien a la ansiedad que lo debía consumir por dentro) en un supuesto dilema: según él, había en la casa del tendero una misteriosa habitación tapiada, justo detrás de una pared que lindaba con el monte, donde sostenía que el comerciante guardaba sus más preciadas riquezas. Hipaso hablaba de ello toda vez que podía y donde se encontrase con alguno, como buscando una respuesta que lo liberara del delirio en el que por lo visto se iba hundiendo, aunque él decía que lo que él buscaba era la verdad del Universo. Yo era quien más seriamente lo escuchaba, ay, como el amigo más dilecto que tenía por entonces; el único que no se reía de él, como sus demás oyentes, cuando contaba que Demócrito debía tener una clave secreta o poderes mágicos para entrar allí y depositar el oro y las joyas que traía consigo a su regreso; algo que hasta el momento no había conseguido ver con sus propios ojos, como es obvio, aunque lo daba por seguro.

Yo no estaba dispuesto a festejar sus estupideces ni podía considerar loables sus locuras. E inevitablemente, se me hizo presente la historia que me contó Zaida, mi esclava persa, la de los posos de té; historia de la época en que ella le había pertenecido hasta que Hipaso me la vendió a un precio de remate, una de las tantas veces en que optó por continuar jugando pese a que la suerte le estaba siendo adversa. ¿Es cierto eso?, recuerdo que exclamé. ¡Sí, mi amo!, afirmó ella, Yo comprendí lo que decía porque en mi vida anterior fui una princesa… y no sería yo la que instigara una rebelión antiesclavista… ¡ni mucho menos! O sea que mi amig… ¡ese tarado!, había reunido una vez a sus mismísimos utensilios parlantes (a los que, recordé también, llamaba hombres y mujeres en un ostensible insulto a sus propios compatriotas) había llegado a la temeraria insentatez de insitarlos a que se rebelaran de una buena vez contra su propia idiosincrasia?! Eso no se puede hacer... ni borracho, como se suele decir. Tuvo suerte que ni nuestros comunes amigos esclavistas ni tampoco sus esclavos, hubiesen sido capaces de comprender lo que dijera y en cualquier caso tomarse aquello en serio… Una suerte que, ahora, obviamente lamento… siempre y cuando no se hubiese propagado como reguero de pólvora d lase haber sido cosas de ese otro modo.

En fin, sirva o no para algo a estas alturas, quiero dejar constancia en mi descargo de que yo, desde un principio, puse en duda la cordura de Hipaso. Me lo dictó mi natural prevención antes incluso de que me refiriera aquello Zaida. Por eso no me resultó nada sorprendente que un día me abordara con aquella pregunta críptica cuyo propósito no parecía decifrable: "¿Sabes cuántas riquezas se guardan en el mundo de mil costosas maneras?" Ni que añadiera muy ufano, cambiando a todas luces de tema aunque como si no fuese así: "¡Oh, amigo mío, no te puedes hacer una idea de la satisfacción que me produce ver cómo cada noche que pasa comprendo mejor a mi maestro de filosofía!" Ni, tampoco, que, al preguntarle a mi turno a quién se refería... me diese el nombre del tendero, de su empleador, el de las telas, el comerciante.

Ante aquellas incongruencias evidentes, ¿cómo no concluir que estaba loco? Sin duda la bancarrota lo había desquiciado, lo que no contradecía sino reafirmaba mi tesis de que la demencia que sufría no era repentina sino que había estado mucho tiempo latente, aletargada, hasta que había despertado. ¿Quién que no predispuesto a la locura se pondría a estudiar filosofía cuando lo principal era la supervivencia básica? ¡Si todavía fuese enseñarla…! Se lo decía, claro que se lo decía, pero fue completamente inútil. Peor aún, cuando lo hacía, él comenzaba a hablarme de... de monedas de oro y de piedras preciosas, rojas y azules y de muchos más colores y de que muchas habían pertenecido a un tal Alibabá o algo parecido, un amigo oriental del tendero, dije yo. E interrumpiéndose cuando intentaba obtener alguna precisión al respecto, me miraba fijamente, me sacudía asiéndome por las ropas y exclamaba: "¡No lo entiendes: eso no es lo más importante; lo que importa es que sólo haya átomos y vacío!" Estaba loco fuese como fuese, no cabía duda alguna.
Y lo largo de los días que siguieron lo hallé cada vez peor, cada vez menos digno de todo tipo de crédito, insistiendo una y otra vez que sería el saber (¡y no el trabajo!) lo que le devolvería las riquezas perdidas.

Ahora lamento mi egoísmo y mi desdén; lamento, sí, haber optado por tomar distancias ante el temor, incuestionablemente lógico y razonablemente fundado de que, cuando al cabo de la línea perdiera su trabajo, cuando por fin fuese incapaz de obtener siquiera unas monedas con las que poder invitar a los amigos, a esos que le festejaban sus penosas ocurrencias, acudiría a mí para pedirme cobijo, techo, comida, tiempo y atención… Esa perspectiva, lógica y razonablemente, me aterraba. ¡Oh, debí pensar en consecuencias más peligrosas y actuar de un modo bastante más drástico!

Recuerdo todavía aquella tarde en que yo salía satisfecho del teatro, donde me había entretenido con una buena comedia, para encontrarmelo allí de sopetón, aunque por suerte de espaldas, de pie junto al muro exterior, hurgando entre las piedras y escarbando en la argamasa. Mi reacción inmediata fue la de cambiar de rumbo y alejarme antes de que me descubriese, pero, al verlo tan absorto, volví sobre mis pasos para pasar junto a él y observar por encima de su hombro qué lo podía estar entreteniendo tanto. Así pude comprobar que jugueteaba con la piedra pasando con delicadeza las yemas de los dedos sobre los enormes bloques, quizá imaginando, qué si no, que aquella era una gigantesca gema o parte del fantástico muro de oro de Alibabá; creyendo, vaya uno a saber, que el muro entero era un tesoro o dibujando una puerta imaginaria por la que pensaría pasar del otro lado. ¡Yo mismo estuve a punto de dejarme contagiar por esas ilusiones demoníacas! Pero supe reaccionar y acabé por alejarme corriendo.

Vino a verme al cabo de unos días, temprano por la mañana aunque con cara de no haber dormido nada. ¡Zas, me dije, lo que me estaba temiendo! Y ya estaba yo elaborando mi discurso; ese de que yo no puedo hacer nada, de que si no has sabido ayudarte a tí mismo cómo piensas que... y de que era evidente que lo tuyo era un caso perdido... cuando, sin que yo llegara a decir nada, comenzó a abrir ante mis ojos unas manos temblorosas mientras no dejaba de jadear. El sol me daba en la cara y no supe inicialmente determinar qué producía esos brillos hipnóticos que salían de sus palmas extendidas, por lo que me acerqué más aún sin resistencia. ¿Monedas de oro? “¡Es increíble!”, exclamé, "¡De modo que el hombre ha sido bueno contigo a pesar de tu comportamiento y te ha dado esas monedas para que lo dejaras tranquilo!" "¿Qué…?", repuso él como quien no pudiese entenderlo, "¡Estas monedas son el primer resultado de los poderes que adquirí estudiando! ¡He superado a mi maestro y he sido yo quien lo ha dejado! Deja que te lo explique todo…"

Nuevamente intenté evadirme, olvidarme de él, ignorarlo. Me daba igual que le hubiera robado al pobre comerciante, que fuera rico incluso y que huyera hacia las tierras bárbaras con su ridículo tesoro. Lo que no podía admitir es que me involucrara. Me volví hacia mi casa con un ademán más que explícito. Pero él dio un salto y se interpuso. Pero eso no fue lo peor ni lo que me obligó a escucharlo. Lo peor fue que pudiese demostrarme que no estaba loco, al menos en el sentido que yo había considerado, y que tampoco mentía, que no fabulaba ni engañaba. Lo grave fue que pudiera enseñarme en un pis pas que había aprendido a hacer cosas que habrían dejado maravillados a muchos… menos a mí, porque a mí sólo me produjeron repugnancia. Pero lo verdaderamente improcedente fue mi propia conducta y rendición momentánea, la parálisis, la curiosidad paralizante que permitió que se fuese sin más en lugar de detenerlo de inmediato, de cualquier modo que fuera. Porque poco después sería demasiado tarde.

Hipaso comenzó por el principio, por el día de la última apuesta fallida, un día clave para él porque fue en el que conoció a Demócrito, el de las telas. Resultó que él también era un tipo raro, pero Hipaso, como él mismo reconoció, ya no tenía nada que perder. Sí, dijo, el comerciante le propuso que cuidara de sus mercancías, pero no era eso lo que más le interesaba sino contar con un buen discípulo, a quien poder educar, dado que nadie le hacía mucho caso. El tal Demócrito, continuó Hipaso, postulaba que el mundo era muy simple a pesar de las apariencias, de las múltiples formas, y de los muchos puntos de vista. Según él, continuó contando Hipaso, el mundo se componía sólo de átomos y de vacío. "Recuerdo el día en que me lo dijiste", lo interrumpí demostrándole un interés del que yo mismo me estaba sorprendiendo a lo que replicó: "Pero yo no me quedé en el postulado y decidí seguir investigando, prestando atención práctica… espiando…"

Mientras él detallaba los pormenores de sus pasos, yo me senté a observarlo y por momentos no pude evitar dejarme llevar por mis propias reflexiones. En nada me parecía extraño que un comerciante pensara de aquel modo. Era muy propio de alguien acostumbrado a traficar con cualquier cosa de igual modo, a cambiar un objeto por otro fueran los que fuesen sus respectivos aspectos, sus pesos o sus estados, mientras una de ellas le resultara útil o atractiva a alguno y la otra fuese objeto de futuro cambio. ¡Incluso siendo alguna de ellas o las dos etereas o efímeras, reales o imaginarias…! Sofismas, me dije, que sólo pueden conducir al igualitarismo y a la confusión; ay, entonces no llegué a imaginar hasta qué punto.

"Lo dulce es dulce, lo amargo es amargo...", escuché de repente. No, en aquel momento no creí que mis juicios anticipasen los hechos que tendrían lugar al poco tiempo y que nadie habría podido adivinar. Entonces la narración volvió a captar mi atención porque en ese instante Hipaso concluía: "...pero en definitiva sólo hay átomos y vacío. Y eso sólo podía significar una cosa, que ese vacío se puede desplazar, quitar de un sitio y añadir a otro. ¿No te parece, amigo mío? Y eso es lo que por fin he aprendido a hacer."

Lo miré desconcertado. Y no pude evitar preguntarle cómo.

"¿No es el propio cuerpo lo más próximo al deseo y a la voluntad? ¿No obedece a nuestra mente cuando ésta quiere llegar a alguna parte y así se pone en pie, se pone en marcha, inventa un carro, pone delante uno o más caballos, los fustiga con un látigo...? Pues, funciona, te lo puedo asegurar." Y expuso su sistema que, gráficamente, consistía en apoyar los dedos de una mano (¿por qué no los de un pie, por qué no la nariz con igual eficacia?) formando un haz sobre, por ejemplo, la pared de un habitáculo hermético, aplicar a continuación la voluntad sobre los átomos de los propios dedos e irlos separándo luego, mientras comenzaban a hincharse, esto es, a llenarse con el vacío que constituía, armoniosamente hasta ese instante, el material del muro. La hinchazón, a medida que aumentaba, me explicó con esmero, aceleraba poco a poco el proceso. Hasta que por fin, en la pared se terminaba produciendo una abertura todo lo grande que su voluntad quisiera. Un agujero por el cual podía introducirse un hombre entero para volver a salir con todo lo que uno pudiera cargar consigo, como las monedas de oro con las que momentos antes había llamado mi atención. Atomos y vacío, repitió sin lugar para el remordimiento.

Tuve que rendirme a la evidencia, porque lo vieron mis ojos. Eligió el tronco de uno de mis árboles, obviamente de madera como el arca de Demócrito, y pidió mi autorización, que obtuvo: ¿qué otra cosa pude hacer, negarme, volver la cabeza, continuar ignorando lo peligroso que era? ¡Oh, fue tan desagradable ver cómo los dedos que apoyaba en el árbol se le hincharon hasta tomar la forma de cinco enormes berenjenas mientras el tronco se arrugaba como una pasa o como un extraño envoltorio de papel en cuyo interior actuaran invisibles fuerzas centrípetas! Pero no todo acabó allí, porque enseguida, interrumpiéndose en un punto cualquiera, separó los dedos del pobre y retorcido vegetal para posarlos en uno de mis hermosos bancos de piedra, el cual comenzó a inflarse de repente mientras sus dedos volvían paulatinamente a la normalidad, a inflarse hasta tal punto que al cabo de un momento comenzó a elevarse. ¡Había descargado en el interior de la piedra el vacío que había tomado del tronco! ¡Había convertido mi banco de piedra en una especie de pájaro o de cometa, e hizo... hizo que se perdiera en el cielo! Por un instante creí que las piernas no me podrían seguir sosteniendo, y hasta imaginé que parte de su vacío interior era succionado por mi diabólico ex amigo. La idea me sublevó y sin poder evitarlo le grité desaforado, sintiendo por momentos que me faltaba el aliento: "¡Vete, desaparece de mi vista! ¡La... ladrón, ladrón miserable!" Pero por lo visto mis palabras no sirvieron para amedrentarlo y esbozando la sonrisa más burlona que yo haya visto nunca, retrocedió unos pasos. "¡Maldito!", pensé mordiéndome los labios, "¡Ya tendrás noticias de Zeus cuando El vea mi banco atravesar sus nubes!" "¡Sólo hay átomos y vacío!", dijo nuevamente, como si me estuviese replicando, para darme luego la espalda y abandonar mi casa con brincos de sileno, primero sobre un pie y luego sobre el otro, a veces apoyando las manos en las paredes como si fueran simples patas delanteras, soltando carcajadas que a cualquiera habrían inspirado lástima, menos a mí, que ya había comenzado a odiarlo.



¿Sólo átomos y vacío? El vacío lo tenía yo instalado dentro. Porque aquello bien pudo quedar en una demostración graciosa, en un acto que habría que repetir en público, bajo la carpa de un circo (ambulante incluso, que es algo que aún no se ha intentado en estas tierras y que podría ser bienvenido y provechoso). Pero no fue así, y yo fui el primero en ver que aquello escondía una amenaza.
Por eso no me quedé allí, viendo cómo se alejaba, escuchando su risa hasta que se apagó a lo lejos, intentando olvidarme nuevamente de él y de su locura. No, esta vez no; y sin pensármelo otra vez me lancé a seguirlo como un tonto, trotando tras sus brincos. Y subí y bajé, bajé y subí con él mientras perdía la noción del tiempo y de la distancia recorrida hasta que de pronto me encontré en las afueras, en pleno monte, donde de repente lo perdí de vista. El sol caía a pico desde lo alto y me dirigí hacia un bosque cercano guiado por la intuición. Allí la luz del sol, que se filtraba por entre las ramas, aumentó el carácter mágico de las circunstancias y comencé a tener miedo.

Al rato me topé con pistas de Hipaso, señales inequívocas de que por allí había pasado. Las primeras fueron de por sí dudosas, tal vez meros nidos en los troncos, guaridas de pequeños animalejos del bosque, madrigueras en la tierra, agujeros en donde los árboles habían lucído esos nudos que los embellecían, como si estos se hubiesen desprendido o se hubieran licuado. Pero Pero más allá, del otro lado del bosque, pude confirmar que había seguido la dirección correcta. Se abría ante mí un prado y a lo lejos venía hacia mí una curiosa manada de ovejas. No venían corriendo, moviendo con celeridad sus cortas patas, sino más bien rodando, algunas incluso rebotando contra el suelo, gordas a más no poder y sin embargo ligeras como plumas, obviamente semivacías por dentro, fácilmente empujadas por el viento. Entonces también vi que se acercaba un hombre. Caminaba con lentitud, tambaleándose, débil como si hubiese sufrido hasta ese mismo momento un largo ayuno. No era Hipaso, a quien deseaba y no deseaba encontrarme de nuevo; ya no estaba seguro. El hombre tenía la mirada perdida y un agujero lo atravesaba de lado a lado.

-¿Buscas a tu rebaño, verdad?- dije adivinando que sería el pastor.

Sus ojos parecieron buscar el origen de mi voz en algún lugar distinto de aquel en el que me hallaba, justo delante de él por cierto. Dirigía la vista sin ton ni son hacia arriba y abajo, a uno y otro lado, mientras la cabeza se inclinaba como si pesase más de la cuenta y él ya no la pudiese sostener. No entendí si negaba o afirmaba, pero yo, gentilmente, le señalé el bosque y las copas de los árboles donde sus animales se habían internado, perdido o atascado. Ahora tendrá que recolectarlas, tendrá que aprender el oficio de fruticultor, pensé ciertamente dolido. Ay, he ahí el peligro: con sus jueguecitos, Hipaso amenazaba no sólo la forma de nuestro mundo sino la supervivencia de todos. ¿Cómo se podía acabar de ese modo y de un plumazo con la vida de ese apacible anciano a quien la edad no le permitiría comenzar de nuevo, olvidar lo aprendido y disponerse a ejercer una nueva profesión? ¿Qué podía sucederme a mí si Hipaso convertía a todos mis esclavos (y no digamos a todas mis esclavas) en fofos flotadores incapaces de servir las comidas (y de proveerme de satisfacciones en la cama)? El ulular que el viento producía al pasar por el agujero abierto en el cuerpo del ex pastor me trajo de regreso a la realidad inmediata. Dejando atrás al pobre hombre, me lancé campo a través tras Hipaso. Poco después divisaba una pequeña aldea donde pensé que encontraría algo de hospitalidad. Debía reponer fuerzas y, sobre todo, pensar. En la medida en que me acercaba, el ímpetu volvía a amainar. Sí, lo peor que podía hacer era precipitarme. El recuerdo del ulular del viento volvía a mí traducido de tanto repetirlo en la cabeza y pude comprender lo que decía: "miiiiiiiiiiiiiiiiiiiialmmm mmmaaaa mmmmiiiiiiallllmmm...", claro, el alma, que evidentemente había perdido.

Los agujeros en muros y calles ya no llamaron mi atención. Y no me parecieron suficiente razón para que allí no hubiese ni una sola persona. Sinceramente, temí por las vidas de los pobladores ya que no podía imaginar que los trucos de Hipaso pudieran hacer huir a la gente que hubiese vivido siempre allí y menos a sus animales. Entré en las casas abandonadas, encontré muebles inflados pegados a los techos, animales domésticos reducidos de tamaño por delante, en el medio o por detrás, sin el menor sentido de la estética, que se arrastraban pesadamente como mejor podían o emitían extraños silbidos por donde les era posible. Especial pena me dio un caballo blanco cuya cabeza agigantada apenas si se sostenía en el extremo de un cuerpo escuálido de delgadísimas patas. En una bocacalle me faltó el aire. Inspiré con fuerza, pero no logré introducir nada en mis pulmones. Presa del pánico retrocedí unos pasos y comprobé que allí todo volvía a la normalidad. Volví a intentarlo dos o tres de veces porque no me lo podía creer. ¡Asombroso!; Hipaso había dejado un agujero en el aire, ¡un agujero lleno de vacío! En ese momento, una nueva bocanada de coraje me llenó los pulmones. Alcé la vista al cielo con la intención de formular una plegaria, pero una nueva visión se superpuso volviéndome a dejar boquiabierto: allí, por encima de la aldea, planeando como una monstruosa ave de rapiña, estaba Hipaso rodeado por los aldeanos y aldeanas que muertos de miedo danzaban entrelazados más por temor que por exigencias de la coreografía.. "¡Hipaso!", le grité al reconocerlo, "¡Baja inmediatamente y deja que esa pobre gente que no te ha hecho nada vuelva a tierra!"

El muy bruto había vuelto a jugar vilmente con su propio cuerpo y con el de los habitantes del lugar. Parte del mismo estaba inflado del vacío de los animales y las cosas y lo mismo había hecho con las barrigas, las cabezas o los pechos de los otros, eso era lo que los mantenía en el aire. Él dirigía el baile de los cielos. Cuando alguno, incluso él mismo, subían demasiado, descargaba un poco de su vacío en una nube o en el propio aire, llenándolo de agujeros, maldita sea, invisibles e irrespirables, que quedaban diseminados por el cielo, perjudicando a los propios bailarines, a los pájaros que pasaban y hasta a los dioses sin ninguna duda. Si descendían más de lo deseado, pues hacía lo contrario: les inyectaba vacío que obtenía de las nubes sin preocuparse de que así provocaba peligrosas bolas de granizo que caían a tierra, grises o blancas, perforando lo que encontraran a su paso.

-¡Ay, Hipaso!- le grité- ¡Deja ya de hacer el loco y baja! ¡Vuelve a tu estado natural! ¡Deja en paz a todo el mundo!

-¡Oh!- me respondió sin hacer lo que le pedía, por supuesto- Esto es tan divertido... Aquí se puede bailar mucho mejor que en tierra firme. Y pasear, y pensar con más frescura. ¿Sabes?, creo que voy a alterar la armonía del mundo. Quizá sea más divertido con todo del revés. Quizá...
Se me escapó un gritito, tan débil que no sé si él lo alcanzó a oir. El coraje y la rabia pudieron más que mi prudencia.

-¡Me obligarás a declararte la guerra!

-¡La guerra, qué buena idea! ¡Eso sí que resultará divertido!- respondió-. ¡Será una guerra atómica!



Recurrir a Demócrito fue inútil. Era más científico que comerciante y me decepcionó. A él no le preocupaba lo más mínimo cómo se distribuirían los átomos y el vacío en el futuro: "En todo caso, será cuestión de adaptarse; de estudiar un mundo diferente." Ni siquiera se molestó por el robo de sus monedas. Al respecto, sólo dijo "¡Bah!"

En los años que siguieron, la situación se fue agravando. Hipaso se rodeó de discípulos, algunos de los cuales acabaron por desperdigarse por el mundo, vaciando unas cosas  e insuflando otras, consiguiendo que muchas (algún que otro continente incluso) se hundieran para siempre en las profundidades del mar o de la tierra, mezclados sus átomos con los de los mismísimos infiernos, y permitiendo que otras desaparecieran en el infinito.

Al mismo tiempo mis huestes también se multiplicaron. Sí, nos costó aceptar a los bárbaros, a las gentes oscuras del sur y a los demasiado blancos del norte, con sus hoscos modales y su incapacidad para la lógica, pero eran buenos jinetes o buenos caminadores y no temían a la muerte ni a los agujeros. Tuvimos que admitirlos porque cada vez éramos menos. Incluso debimos liberar en cierto modo a los esclavos o al menos prometerles la libertad como premio a su arrojo, obviamente, todo hay que decirlo, cuando su acentuada surperchería y sus temores a perder el alma no fueron motivaciones suficientes para combatir a los diablos. Yo comprendí que el riesgo que corríamos era enorme, que de una forma o de otra podríamos perderlo todo, pero nada me parecía comparable al mundo que Hipaso nos auguraba; nada de nada o sólo la nada se podía comparar con el vacío.

De ese modo, conseguimos que muchas ciudades resistieran con heroísmo y que algunos adeptos a Hipaso pudieran ser apaleados hasta la muerte mientras dormían agotados, aunque a veces a costa de perder vacío, a ganar unos agujeros de más o simplemente a coger escandalosos vientres o jorobas. Pero aquellos fueron casos excepcionales. Lo más frecuente fue, por el contrario, que tras capturarlos y encerrarlos, escaparan sin dificultad, abriendo brechas en los muros más gruesos o ensanchando los grilletes. Intentar lapidarlos, sepultarlos bajo una lluvia de piedras (práctica habitual en algunas tierras del sur y que pronto asimilamos) o colgarlos por el cuello eran objetivos vanos. A su contacto, las piedras se hinchaban y emprendían vuelo, las cuerdas se deshilachaban o se convertían en holgados collares de esparto. Alguna vez, uno de los discípulos de Hipaso emergió gigantesco de la montaña de piedras mientras ésta se transformaba en un montículo de arena. Por el contrario, muchos de los nuestros no pudieron escapar de las esferas de vacío en las que acaban envueltos a la primera manifestación belicosa.

Cada vez fue más frecuente oír leyendas que sembraban el miedo y la desmoralización. Se llegó a hablar de semidioses que montaban nubes con extrañas formas y que sobre ellas pasaban rasantes sobre ejércitos enteros obligándolos a hincarse (aunque creo que quien tuvo esta visión se confundió al ver rezando a los moros.) Caballos voladores, lluvia de vapor sólido en bloques capaces de demoler casas enteras, hundimientos imprevistos de ciudades, mares que nacían de repente en valles en los que apenas si había ríos. Exiliados, cobardes y espías, locos que se habían perdido tras montañas y desfiladeros, náufragos afiebrados, esclavos arteros huidos de sus amos y de sus trágicos destinos, fueron extendiendo la leyenda de una supuesta subespecie griega capaz de desarmonizar el mundo. Y desde tierras que ni siquiera imaginábamos comenzaron a llegar embajadores de reyes fantásticos y aventureros capaces de ensombrecer a nuestro Ulises, conquistadores todos sin escrúpulos y mil matices idiosincrásicos, dispuestos a usar los medios que cada uno creía saber usar mejor. Los hubo incluso que intentaron ganarse para sus diversas causas y objetivos el apoyo de Hipaso y de sus discípulos. Les ofrecieron puestos de privilegio, poderes y dominios capaces de reproducir y multiplicar riquezas hasta más allá de todo límite, algo que creí que tentaría a Hipaso, puesto que su técnica sólo servía para apropiarse de lo ya existente. Se supo que uno de los enviados, un príncipe que se rodeaba de los fabulosos y temibles animales de su tierra, tuvo que atravesar diez reinos situados más allá de los mares para llegar hasta él, reinos que tuvo que someter o pulverizar a su paso y todo para recibir una tajante negativa. Ofendido, el príncipe enfureció y el evento acabó a la extemporánea manera de Hipaso, con una carcajada suya que resonó, nadie supo jamás cómo, en  los mismísimos vientres de los tigres y los elefantes del séquito.  Otros intentaron el uso de la fuerza y de mil diversas trampas para capturarlo… y acabaron siendo las primeras víctimas mortales, perforados indiscriminadamente o inchados hasta la explosión.

En fin, una pena, pensé cuando lo supe, porque no habría estado nada mal que todos ellos, con Hipaso a la cabeza, se hubiesen convertido en soldados de alguna causa lejana que, si acaso nos hubiese afectado, habríamos podido manejar mejor. Un imperio, una tiranía universal incluso, con la burocracia de rigor, nos habrían dado más juego; nos habrían permitido hallar algún sitio, algún lugarcito acomodado, algo de futuro para nosotros y para nuestros hijos. Pero cuando los menos consecuentes aceptaron militar en unos u otros ejércitos y las guerras tomaron un inevitable carácter diabólico, comprendí que ya nada evitaría que todo nuestro mundo antiguo, Grecia y el Peloponeso comprendidos, pasaran a la historia. Sinceramente, yo no podía entender cómo Zeus y los demás dioses del mundo no tomaban medidas para evitar el desastre. No comprendía cómo El no había reaccionado como el dios que era con aquella primera demostración de Hipaso en mi jardín, cuando mi entrañable banco de piedra se elevó por el aire insuflado de vacío. Siempre había creído que por menos que eso, Zeus había fulminado a Asclepio. Ahora, ante tanta desgracia incontenible, empezaba a considerar que todo lo referente a ello era un atajo de leyendas o, en todo caso, que a los dioses no le importábamos ni un átomo de esos que alguna vez decidieron unir y poner a rodar.

Sin duda, con tanto vacío en derredor, era normal que perdiéramos la fe y, por decirlo de algún modo, que nos fueramos haciendo cada vez más vaciístas. ¿Cómo, me decía de todos modos, con tantas cosas como las que han sucedido en nuestra Historia, no hubo ni siquiera un buen tirano que, justificándose en la causa más buena que le hubiesen sugerido sus filósofos, hubiese desterrado de por vida a Hipaso o, mejor por más seguro para todos, lo hubiese ahogado durante alguna travesía antes de que todo esto comenzara…?

Estaba en el rincón más devastado y triste de mi viejo jardín, sumido precisamente en estas reflexiones, cuando Hipaso se presentó de nuevo ante mí, después de tanto tiempo.
Estaba como siempre, el rostro iluminado, sonriente, los dedos normales, la túnica blanca impoluta como recién lavada. Parecía un ángel y su aspecto me llevó a pensar que la bondad había renacido o que por fin había incubado en él, hastiado de tanta destrucción improductiva. Pensé que había reflexionado. Pensé que venía dispuesto a acabar con sus insensatos juegos. Pero volví a equivocarme.

-Se va todo a la mierda, Hipaso- le dije suplicante.

-Habría sido mejor si hubiese dado con los átomos del tiempo…
 

Temblé.
 

-¿También está hecho de átomos y vacío?- balbucí sin poder de todos modos imaginar algo peor que lo que ya estaba ocurriendo en el presente.
 

-No lo sé, no los he encontrado, eso es todo… Pero no quiero perder más tiempo, he venido a despedirme- repuso él como si nada.

-¿Has hallado otro planeta? ¿Le devolverás al nuestro la armonía
perdida antes de irte...?
 No me dejó acabar. Posó un dedo sobre mis labios, lo que me horrorizó al imaginarme cómo me iba a dejar la cara, por lo que di un paso atrás, ofreciéndole mi brazo, sobre el que prefería una y mil veces que experimentara… y de repente descubrí que había perdido por completo el habla. Entonces, mientras negaba no sé qué con la cabeza, preso de una profunda apatía, musitó:
 

-Sólo hay átomos y vacío y cuando acabe mi obra, desde la A hasta la Z del mundo estarán en mi saliva y en mis heces y de una vez por todas se romperá el techo del cielo. Un día, quién sabe, puede que decida hacer algo nuevo con mis elementos, algún otro mundo, algún otro intento de imperio... pero por el momento, no pienso dejar ni siquiera una de mis sandalias al borde del abismo. Sin embargo, por haber sido alguna vez mi amigo, permitiré que los átomos y el vacío de tus ojos sean los últimos en hacerlos míos...

Y tras esas palabras comenzó sin más a hincharse, guardando, hasta donde lo pude apreciar, las proporciones de su propio cuerpo; es decir, agigantándose sin cesar. Como dijo, me permitió contemplar aquel proceso terrible con todo detalle gracias a que comenzó por absorber  el Universo a partir de un pequeño círculo a nuestro alrededor. Campos, ríos, islas, mares, montañas, desiertos, ejércitos enteros en plena batalla, y hombres dando comienzo a su jornada, y mujeres de mil razas alumbrando, y niños jugando, y animales, y monstruos que jamás habíamos imaginado que podían existir, y luego las nubes, y después el cielo, con la luna y el sol y las estrellas... comenzaron a aproximarse a nosotros, mientras el terreno a nuestro alrededor encogía contrahecho. Por fin, llegó el turno de nuestra ciudad, las casas de mis vecinos, el templo, el teatro, el monte, el bosque, los árboles de mi finca, mis ánforas, mis columnas... El terreno y las cosas que se hallaban encima y abajo  a pocos pasos comenzaban también a cercarme, convertido todo en polvo casi sin vacío , para conformar un pedestal bajo los pies de Hipaso y, aún, bajo los míos, que acabó por coincidir con nuestras propias sombras; un montículo negro como el más profundo de los agujeros.

Todo fue desapareciendo, el dolor, la alegría, las lágrimas, las risas, el frío, el calor y lo agridulce... y, unos instantes antes que yo, la pobre Zaida a la que ni siquiera atiné a sostener cuando comenzó a desaparecer horrorizada. Todo, mientras Hipaso crecía y crecía hasta superar la dimensión del mismísimo Atlas.


De repente, cesó todo bullicio y lo sin duda debía ser mi psique se debió aferrar a unos ojos que ya ni siquiera eran capaces de cerrarse ante el horror.

Hipaso cumplía. Mis ojos eran dos o tal vez un sólo átomo rodeados de un vacío que ya no pertenecía a mi cuerpo; un vacío sin sustentación, como tal vez habría dicho Demócrito. Quise imaginar lo que sucedería luego, cuando no me quedase ni eso, y pretendí hacerme una idea de lo que podría ser un… Imperio... como el que Hipaso tal vez decidiera levantar alguna vez, donde quizás todos mis átomos y mi vacío esperaba que volvieran, y no en condición de esclavos... Pero no tuve el tiempo suficiente. Mis último átomo estaba pasando a formar parte del gigantesco cuerpo de Hipaso: llegaba…



EL FIN
 


Nota: escrito en 2003)y publicado por primera vez en Visiones 2004 gracias a la selección realizada por Eduardo Vaquerizo, fue traducido al ruso y así presentado al certamen Kahn de Oro 2011 que se celebró en Sofía, donde resultó finalista.

9 comentarios:

Váitovek dijo...

Aquí hay mucho.Mucho de todo, sin duda.
Hoy es tarde, sólo decirte:
-Me ha encantado y divertido una barbaridad.¿pero cómo no te diste cuenta cuando citó como maestro en filosofía a su empleador que algo no andaba bien?
-Veo mucha alegoría política posible, que descarto como es natural.Me gustan los cuentos, y este es un cuento de los buenos.
-Creo que llevasteis mal la guerra.Sólo al final pensasteis en Zeus.¿Dónde hemos visto eso?
-Tengo dudas con el proceso:Si se hinchaba y reducía otras cosas, y por tanto la cantidad de vacío/lleno era la misma entre él y otra cosa ¿cómo es que las podía atravesar?.
En fin, gran cuento.Mañana coemtaré más.

Carlos Suchowolski dijo...

Muchas gracias y me alegro que te haya resultado interesante y divertido; era la intención. Yo me la pasé en grande escribiéndolo y corrigiéndolo en su día (o sus días).
Je, no te creas que el autor y el narrador son una misma persona. En el fondo... Mr Jekyll es una parte de mí y el narrador... Pero si lo digo todo para los que no lo hayan leído, les aguaría la fiesta. Ya te lo contaré...

Váitovek dijo...

Más cosas de Simeónides:

Es un Titán, en el sentido de Junger.
¿Por qué no voy a andar jugando con los átomos "si puedo"? Quién cómo Dios, es decir, como la ciencia?Fiat Scientia, Pereat Mundus.

También hay que señalar que Simeónides es un aristócrata desclasado por su propia culpa.Esto me parece muy interesante.El aristócrata, una vez fuera de su clase es el más irrestricto de los hombres, ya que es a-moral en relación con la moral de la ciudad.

Por último:Claro que creo que Autor y Narrador son el mismo - y no esperes escapar alegando confusos problemas de esquizofrenia artística.Y si no es así, entonces pásale al narrador mis preguntas, y cual Hermes , transmíteme sus respuestas.

Carlos Suchowolski dijo...

Me ha parecido interesante la coincidencia lector-lector (tú, obviamente y yo como lector de mí mismo) en que te haya parecido interesante lo del desclasamiento. Se trata de un personaje realista (no "naturalista") y no podría ser tan cerebral y maquiavélico si no viniese de la aristrocracia de su tiempo. En cuanto a escudarme en la esquizofrenia, bueno, sin duda todo los personajes, como los de los sueños, tienen algo del autor: justamente las facetas que componen la personalidad múltiple, pero creo que he intentado, hasta donde me ha sido posible, "verme" desde un narrador portador de una personalidad que yo rechazo (y que tal vez esté parcialmente en mí). En este cuento hay un narrador que indirectamente narra y un narrador ficticio que hace de narrador y que cuenta la historia del autor (una historia que el autor, reprimido por los dos narradores, nunca realizará aunque lo empuje el deseo malévolo que lo habita).
En cualquier caso me identifico con el "destructor", el que se cansa de tanto acomodatismo, del que lo ariesga todo y lo pierde todo perdiendo con él al mundo entero... En cuanto a Titán... bueno lo consigue gracias a la ciencia y a un uso práctico, maquiavélico, interesado y a la vez lúdico... egoísta, etc. Pero en este punto, entiendo que cada lector debe sentir lo suyo. La obra se independiza del autor apenas se materializa y se comunica. ¿O no?
Y sin duda hay un paralelo con el personaje de "Eumeswil" (Seix Barrall); ¡muy bueno, verdad!

Váitovek dijo...

Carlos:
Sí se independiza.En esto, estoy con Gadamer, la mens Auctoritas no es el baremo de la interpretación, entre otras cosas porque también es cambiante en relación con su texto.
Creo que Gadamer acierta plenamente al describir el acto de comprensión de un texto- o un mundo, si a eso vamos- como la mediación que se produce, aquí y ahora, entre un texto y un yo con toda su circunstancia.Y mientras no se haga ese acto de mediación, ni siquiera hay texto.Y, en todo caso, también el autor, como adviertes tú, ha de hacer ese acto.
A mí me ha pasado con mis poemas.No sólo olvido el sentido original, sino que lecturas posteriores me han dado muy distintos sentidos.
Lo que no significa, obviamente, como se dice por ahi,que el sentido es el que a cada cual le pete, o infinito, o que no haya lecturas buenas y mejores.

Zetetic_chick dijo...

Muy extenso, pero bastante interesante. Disfruté mucho de su lectura.

Saludos :)

Carlos Suchowolski dijo...

Bienvenida, Zetetic_chick. Es reconfortante que te haya gustado. Te invito a acceder a los demás cuentos accesibles desde el apartado de la solapa derecha. Hasta la próxima.

Anónimo dijo...

Acabo de leer "El hombre que aprendió...". Me gustó mucho, especialmente en el inicio (que plantea con realismo la situación inicial) y el medio (que describe de manera lograda el hecho fantástico y sus consecuencias). El final no me convenció tanto, por motivos que te expongo más adelante.

Desde siempre he sido aficionado a Lucrecio y a su "De rerum natura", así que ver como personaje a Demócrito contribuyó a que el cuento me gustara más aún. En especial en las partes en que se combinan la cosmovisión y la vida cotidiana del personaje en un Todo integrado, como en este pasaje: "En nada me parecía extraño que un comerciante pensara de ese modo; él que se habría acostumbrado a traficar con todo de igual modo, a cambiar una cosa por otra cualquiera fuera su aspecto, su peso o su textura, mientras una de ellas le resultara útil o atractiva a alguno y la otra objeto de futuro cambio".

También son logradas las extrapolaciones del hecho central, como el hecho de que el hundimiento de la Atlantida fuese debido a los actos de los discípulos de Simeónides. Sería interesante explotar ese rasgo. Te tiro una idea: ¿no sería interesante identificar, de manera más o menos solapada, a Simeónides con el "Simón el mago" bíblico?.

Es por este lado que viene mi crítica con respecto al final del cuento: al concluir con una especie de aniquilación universal, se pierde la imbricación de la historia narrada con la Historia. Personalmente, me hubiera gustado ver a Simeónides como responsable de algunos hechos inexplicables o extraños de la Historia (me da cierto resquemor usar mauúsculas para esa palabra). Por ejemplo, verlo transformado en el "Viejo de la montaña" del que habla Marco Polo, que según una leyenda posterior embotaba los filos de las espadas que pretendían herirlo, y sólo pudo ser asesinado al estar inconsciente tras una noche de ebriedad.

Otro punto logrado, y realmente muy irónico: el hecho de que los "blancos del norte" (es decir, los antepasados de Kant y de Hegel) sean refractarios a la razón y a la lógica.

Saludos,
Carlos.

Carlos Suchowolski dijo...

Bienvenido al blog, Carlos.
Me alegro que te haya gustado "El... que aprendió..." y no te voy a enmendar la lectura: la lectura es del lector, ¿verdad?, sobretodo cuando es positiva... je... Además, sí, el final podría haber sido otro. En todo caso, te diré que subyace la idea simple de mi parte de "simple desapego", algo que ni siquiera es consciente, que no "propone" ni por tanto contiene moraleja: en eso es dionisíaca tal vez, "trágica" de manera incosnciente. Me he descubierto así a pesar de mis contradicciones y ahora ya lo estoy asumiendo (aunque el cuento es de mi etapa inconsciente); lo que también se podría llamar "gratuidad" como contrapartida de "la grutuidad" instituida. Creo que eso es para mí, como lector, mi Simeónides anticonservador y juerguista...
Un saludo cordial y espero que también te guste la novela a la que podrás acceder pronto por lo que tengo entendido.