El día a día trae sistemáticos asuntos sobre los que nos sentimos obligados a opinar: movimientos de masas, represiones, intentos de nuevas dictaduras, medidas locales que ponen los pelos de punta, sucesos nefastos que entierran sin un respiro los sucesos nefastos anteriores, horrores simultáneos muchos de los cuales ni siquiera llegamos a enterarnos. Y con ellos, miles, millones de comentarios, páginas electrónicas y de pulpa, escenas trasmitidas por la televisión y la red, oídas mientras conducimos, cocinamos, limpiamos...
A veces siento ganas de recluirme de una buena vez a la manera de los antiguos monjes sabiendo que la desconexión del mundanal ruido no favorece para nada la contrastación de las ideas que muchas veces como monstruos alumbra nuestra razón. Claro, el tiempo se nos escapa y es normal experimentar esos deseos cuya realización nos daría la tranquilidad suficiente para terminar una obra o completar la documentación que ese objetivo requiere. A veces pienso que con lo que ya he visto es suficiente (dado que casi todo se parece por no decir que se repite), que habría llegado la hora de dejar de rever, de releer y hasta de redecir, tanto por el contenido como por la idiosincrasia del interlocutor. Tal vez sea capaz de hacerlo un día. Estoy más que convencido que nada cambiará en lo fundamental a partir de ese momento, que mis posibles aportes ya existían antes de que yo llegara (tal vez entremezclados con otro grano y otra paja) y muchas veces sin que lo pudiera llegar a saber ni lo sepa nunca, y que si no los llegara a poner a disposición de nadie acabarían encontrando su camino desde otros seres, ámbitos o tiempos. Pero también sé (o más bien siento en atención a mi propia salvaguarda mental seguramente) que si mi narrativa es buena, si logra conmover, si es capaz de producir las vibraciones suficientes, seré capaz de convertirme en un culpable más del curso de las cosas. Y eso, no puedo negarlo, lo confieso, me resulta un reto demasiado atractivo como para no intentarlo.
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