sábado, 26 de enero de 2008

...uno más en el grupo (final, mas no del todo)


El debate sobre la libertad, que justamente salió a relucir en relación con los recientes embates creacionistas y las resistencias que provocaron sus pretensiones en sus enemigos (invito a leer los tres posts anteriores), pone de manifiesto como pocos que la grupalidad está por encima de todas las consideraciones.

John Stuart Mill, sintiéndose intérprete de una humanidad teórica posible, ya lo reconocía, como realidad presente al menos, a mediados del siglo XIX:

"...desde el punto de vista de cada individuo, el mundo solo representa aquella parte del mismo con la que la persona está en contacto, ya sea un partido. una secta, una iglesia o una clase social."

y

"Carga sobre su propio mundo la responsabilidad de que él tenga razón frente a los mundos de otros hombres que no coinciden con el suyo..." (Sobre la libertad, Edaf, 2004, pág. 68)

Mill era una persona excepcional, capaz de ver mucho más allá de su tiempo gracias a ser capaz de ver en su tiempo por debajo de la superficie y de las declaraciones. Incluso a costa de quedarse solo (como insiste más adelante que hay que estar dispuesto a hacer: "su primer deber es seguir su mente", ibíd., págs. 94-96). Pero ello no lo libró de verse entre la esperanza y el pesimismo, entre la lealtad intelectual a la libertad que necesitaba su espíritu y los impulsos que lo llevaban al desprecio de la mediocridad y al deseo de una república de sabios (apunto esto para un post aparte), entre la resignación insostenible y la rebelión elitista aunque contenida, en fin, no lo libro de esa especie de esquizofrenia que nos invade a los intelectuales independientes y que en cualquier momento podría ser recompensada con esos manicomios, u otros centros de aislamiento equivalentes, a los que, como señala Mill, a la masa le encantaría recluirnos.

Muchas de sus frases son tan claras, suenan tan alto y bien, parecen tan irrefutables, que llevan como siempre a sus seguidores hipócritas a buscar tan sólo justificaciones temporales y prácticas para considerar que no se pueden aplicar. Y claro que no se puede, pero, entonces, habrá que desvelar la base material que impide la utopía, y no seguirla agitando a medias; la realidad debe ser explicada de un modo más sólido que por medio de las simplezas de índole a fin de cuentas moral o educativa.

Mill mismo no acaba de abandonar, en sus esfuerzos por transmitir lo que su intelecto veía como mucho más útil para la humanidad, sus intentos de convencer al mundo (en realidad a la élite intelectual a la que se dirigía) por mediación de la razón. Algo que no no podremos evitar nunca en nombre de nuestra teleología genética por más inconducente que ello sea. Una cosa y la otra son caras de la misma moneda y ambas dejan en evidencia que la tendencia a actuar y a pensar, en y desde el propio grupo, existe. Ahora bien... ¿tiene remedio o es inevitable?

Si tiene remedio, ¿quién o quienes se lo impondrán a los demás? ¿Por qué medios? ¿Lo admitirán los demás o se resistirán? ¿Quién tiene el derecho, quién la obligación? ¿No implica esto mismo que se formen grupos antagónicos?

Si el problema fuera debido a "las mentes estrechas y poco cultivadas"... ¿quiénes deberían hacer y qué para que desaparecieran o no obstaculizaran? ¿O quiénes, cómo y apoyados en qué lucharán los "sabios" contra aquellos que los engañen y los usen para imponer sus propios sistemas de explotación y dominio?

Si lo contrario, ¿a qué fenómeno humano o social está el problema vinculado tan estrechamente? ¿A los genes, la evolución, la naturaleza humana... o el aprendizaje, la cultura, la moral? ¿Es propio de la sociedad actual, de su insuficiente desarrollo?, ¿es propio de una época? ¿De unos grupos? ¿O es de la naturaleza humana, intrínseco y no temporal, y de todos los que existen y los que existirán?

J.S.Mill se encontró sin duda en medio del dilema, y lo abordó con la mayor honestidad posible, por momentos con un optimismo vitalista que no sé yo si pudo conservar hasta el fin de sus días a la luz de los acontecimientos que debió vivir, por momentos augurando el colapso de su civilización, inevitablemente expresando su deseo de que la sabiduría (qué si no un grupo, qué si no el suyo) tomara las riendas de la sociedad en sustitución de los representantes de la mediocridad masiva (entre los que estaban los políticos e incluso los jueces).

Sin duda no es sencillo aceptar que lo que pensamos con la mayor de las noblezas como positivo para la humanidad entera sean meras utopías basadas en los ideales de nuestro propio grupo, que la humanidad no es homogénea, que la honestidad no es suficiente, que la trampa y el engaño, que nosotros intentamos no practicar porque nos resulta rechazable en uno mismo, son herramientas necesarias e inseparables de la marcha de la humanidad a través de sus propios congéneres, que la humanidad sólo puede avanzar con un grupo que vaya marcando el paso, con grupos sojuzgados, con prisioneros, esclavos y cadáveres en los márgenes del sendero...

El propio Mill lo decía:

"Si nunca actuáramos según nuestra forma de pensar, porque podríamos estar equivocados, abandonaríamos nuestros intereses y dejaríamos de lado nuestros deberes" (pág. 69)

¿Puede ser necesario explicitar a qué intereses y deberes se estaba referiendo? ¿Pueden ser los de una humanidad global que se encuentra claramente dividida en grupos enfrentados en nombre de intereses opuestos y convencidos de que sus deberes no son exactamente los de los demás... o son los de uno de esos grupos, aunque sea el que se declara más altruista... mientras le es posible?

Mill declara confiar (no del todo) en que la razón y el convencimiento lleguen a imponerse (eso es lo que publicita), que para él se realizaría si se permite que todos los grupos (e individuos) expongan libremente lo que piensan y no sean ni reprimidos ni se autorrepriman, ya que ello significa que "se hurta a la raza humana" la posibilidad de mejorar mediante la confrontación intelectual (pág. 66). El sostiene que "hemos de confiar" que la humanidad "será capaz de dar con ella (una mejor verdad) cuando sea capaz de admitirla" (pág. 74), lo que sólo sería posible si la humanidad llegara a ser una sola a la vez que una suma de individualidades extraordinarias, a lo que se reduciría la cuestión. Pero más adelante, ve las dificultades en esa misma diversidad que pide sea respetada, dificultades que llevarían la civilización al estancamiento (págs. 164-168).

Mill, con todo, confunde el avance de la humanidad desde la barbarie hacia la civilización con un progreso (sea o no irregular, esta no es la cuestión aquí) de la razón a lo largo del tiempo, de una sistemático desarrollo de la comprensión que tarde o temprano se impone (tras la decadencia de nuestra civilización... ¿quizá otra tome el testigo y siga su loca carrera mientras muchos, con Mill, arrojamos la toalla?)

Pero no es así como yo lo veo a la luz de los hechos y de las tendencias. Más bien se trata de sucesivos mitos que se imponen a los demás gracias a una mayor eficacia. Mill acaba incluso considerando más razonable al cristianismo que a la religión romana, cuando obviamente, si éste se impuso no fue por traer verdad alguna al hombre sino por su eficacia como mito.

Esa eficacia, precisamente, pasó luego a La Razón, luego a manos del positivismo y luego a manos del relativismo y el pensamiento débil de la posmodernidad. Pero es una lucha que no sólo no está zanjada sino que hoy cuenta con varios grupos y subgrupos, ideologías y subideologías, con la pretensión de imponerse, algunas realmente retrógradas sin dudas desde mi punto de vista (o el de Mill), es decir, de los que tenemos una idea determinada de la humanidad, preferimos obtener lo que podamos por nuestro propio esfuerzo, sin duda negociando (y comerciando como una de sus expresiones habituales mientras el sistema exista), entreteniendo, enseñando o cautivando... (siempre con la mayor riqueza posible). Es decir, según las habilidades, apetencias y pretenciones del grupo al que pertenecemos (un derivado entre algunos otros de los que lograron llegar hasta estos tiempos), y que podría no conseguir instituir nada, parcial o totalmente, que le resulte conveniente; en otras palabras: que podría ser de los que queden en el campo de batalla.

Hoy, el mito de la Ilustración está por los suelos o como mucho se agita con hipocresía o autoengaño. Los de la religiosidad tampoco van boyantes, aunque lo parezca, ya que muchos movimientos de masas siguen banderas religiosas y místicas en busca en realidad de una redistribución del mundo que les sea provechosa (es decir, son menos movimientos religiosos que conservadores o tercermundistas). Hoy la cultura de la música, la lectura y el cine menos complicados, del ipod claustroadictivo, de los videojuegos egotistas, de la ropa de marca como salvoconducto, de la droga evasiva... tienen sus mitos de Libertad desenfadada e irresponsable que se extienden en occidente y que incluso es capaz de asimilar a los nietos de la inmigración por encima de sus tradiciones. Este mito compite con otros en un mosaico cada vez más heterogéneo, donde hay iconos etereos de Paz, de La Tierra, del Bienestar, etc. Grandes partidos y movimientos políticos son engalanados con banderas redistribucionistas que prometen el abastecimiento desde arriba a costa del esfuerzo de todos, al mismo tiempo denigrado. Todos, capitalistas, obreros, empleados, funcionarios, políticos... se mueven hacia el ocio, para vivir de él y para consumirlo... El orden de las cosas parece invertirse por momentos y por parcelas, dando al mundo visos de absurdidad o de una cáscara hueca, sin significación y aparentemente arbitraria. No es del todo así. La gente sigue respondiendo al imperativo de sus genes a través de las mil y una mediaciones culturales y psicológicas, sociales e imaginarias que la envuelve. Puede que el futuro de a luz incluso sociedades a imagen y semejanza de las de las hormigas, que tanto agradan a algunos. Puede que la conquista del espacio dé otras alternativas a los más inconformistas. Puede que algún día se acabe imponiendo una u otra selección artificial... diseñada por el grupo dominante.

Hoy siguen, una y otra vez, produciéndose y reproduciéndose prácticas restrictivas y simulacros de debate que dan la ilusión de debates abiertos pero sinserlo en realidad. Y hay que convencerse (los que estén dispuestos a ello, sin duda) que "basta con poco para desencadenar la persecución activa" (pág. 91).

Las doctrinas creacionistas (puede verse claramente en el ejemplo que reproduzco al final de la primera entrega de esta trilogía y en todo el blog de referencia), "... en su totalidad, sólo vale(n) para derrotar al adversario" (pág. 110) en todo el sentido que Mill da a esta sentencia, pero muchos de los que se han estado oponiendo a ellas en estos tiempos (dando así más sentido al cómodo atrincheramiento del contrario) adolecen de igual falta de substancialidad, de igual valor meramente belingerante. Y esto no es casual. Ir más allá, hoy, cuando la Edad Media quedó tan lejos (ya, calma, sé que no significa seguridad racionalista), el problema es un poco otro. Ahora se trata, como ya he sostenido antes, de una lucha ideocrática; se trata, más explícitamente, y sé que me repito, de luchas entre burócratas modernos con banderas desconcertantes. Y del mismo modo que Marx no fue capaz de ver (no quiso ni podía so pena de suicidio) su propio "ser social determinante de su conciencia" (por parafrasearlo con ironía), los actuales aprendices de burócratas académicos no pueden ver ni sienten que tienen un corazoncito similar al de sus enemigos. Es, obviamente, lo que pasa en el terreno político. ¡Claro, con matices; pero esto es y será siempre una cuestión de ambiente, de circunstancias, del grado de potencia alcanzado por los nutrientes del caldo de cultivo.

En todo caso, si alguien es capaz de responder a la pregunta de qué podrá venir después del colapso de tanta incertidumbre, que me lo haga saber urgentemente, tal vez me sume ya mismo a las acciones que se deriven de pertenecer a su grupo. O reconozca que esa no pueda ser mi divisa, que mis genes la rechazan.

Mientras tanto, en el día a día, sigamos jugando nuestros roles y dejemos que la Historia (la suma de las fuerzas en juego) dirima el resultado. Mientras tanto, me tomo el derecho de insistirle, con John Stuart Mill, a quien sea que pudiera ser capaz de escucharme, rebatirme y contribuir abiertamente con este debate, que "no basta con que oiga los argumentos de sus adversarios por boca de sus (propios) maestros" (pág. 101).


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