domingo, 4 de enero de 2009

Crisis en Occidente, Crisis de Occidente

Justificaciones previas:

En estos últimos tiempos, me he visto inmerso en una vorágine a la que me lleva empujando mi propio blog y la mayoría de sus entradas (cosa que estaba en el fondo de mis intenciones) y lo que iba a ser un post, de todos modos "de los míos", se está convirtiendo en un ensayo de vastas pretensiones. Día sí y otro también, no consigo convencerme de su sentido y de sus posibilidades. Lo cierto es que no puedo dejarlo y ello debe estar determinado por mi idiosincrasia, en el fondo, común en varios aspectos con la de tantos otros, tanto en lo bueno o rescatable como en lo malo o abominable. Lo que sigue vendría a ser lo que creo que quedará más o menos así como primer capítulo. Si ayuda a pensar, si me ayuda con vuestros comentarios, generales o puntuales, habrá sido al menos útil desde el punto de vista de la comunicación, que ya es algo que podrá servirnos de una u otra forma en el futuro. En cualquier caso, sirva esto para explicar mi silencio y mantener viva esta llama.










I - El mundo de “La Crisis” y “La Caverna” de las consideraciones.

“La Crisis”, aunque tenga un alcance global, es en muchos sentidos cosa de Occidente y en primer lugar del Primer Mundo. La situación, que los historiadores y periodistas equiparan con otras pasadas de las que la gente del presente no tenemos experiencia directa, como la “crisis de 29” o el “terremoto de Lisboa”, han puesto al Primer Mundo ante la orfandad y el desamparo, mostrando el carácter aparente, pretendidamente conceptual, de las sociedades de las que nos quejamos muchos aunque en última instancia nos amparen (y lo hacían, por lo que ahora lo añoremos y exijamos). Detrás de esto, no nos queda sino reconocer que el ser humano sigue perteneciendo a la misma dimensión o, si se prefiere en los términos del escalonado descrito por Maynard Smith, al mismo hito; el hito en el que lo situara Nietzsche más allá del cual el filósofo pretendía tender. Tal vez una “era” en un sentido antropológico que se iniciara con la entrada del homo sapiens en el sedentarismo, la agricultura y la escritura y donde, comenzara a edificar una cultura y se comenzara a desarrollar una “sociedad” digna de ese nombre, una civilización, o, en los términos usados como sinónimo por Spinoza, un Estado. Una “era” durante la cual la humanidad se ha agrupado en “sociedades jerárquicas” para encarar con más posibilidades de éxito su irresistible ambición dominadora, aceptando con tal fin la servidumbre del grupo como el “mal menor”, en la expresión también debida al filósofo judeo-holandés, algo que, al menos de hecho, todos hasta hoy seguimos y aún habremos de seguir haciendo.

En este cuadro amplio pero elucidatorio se inscribe a mi criterio la presente situación; en absoluto nueva salvo por las formas y las referencias que manejan sus actores. Y ello me hace preguntarme si alguna vez se verá “el hombre” libre de esa situación que precisamente llevó a Spinoza a afirmar que “el hombre se puede llamar esclavo más bien que libre” (“Tratado político”, Alianza Editorial, El libro de bolsillo, Madrid, 2004, pág.102). Y es desde este retorno a la base como creo que pueden comprenderse la situación actual del mundo y las conductas de todos sus actores.

Y es que, a pesar de que “como todos desean ser los primeros, llegan a enfrentarse y se esfuerzan cuanto pueden por oprimirse unos a otros” (Ibíd., pág. 86), es evidente que a los hombres “les resulta imposible vivir fuera de todo derecho común” (Ibíd., pág.84), y todo por una simple causa entera e inmediatamente comprensible: que “sin ayuda mutua, los hombres apenas si pueden sustentar su vida y cultivar su mente” (Ibíd., pág. 99). Aunque todo esto sea una primera aproximación al problema (¡notablemente, o quizás no tanto, debida al genio filosófico de Spinoza ya en el siglo XVII!), problema que “La Crisis” ha puesto desde mi punto de vista en primer plano.

Sin duda, estamos lejos ya de aquellas primitivas sociedades de recolectores y cazadores que se asentaron hace miles de años en un determinado territorio, e incluso de los inicios del comercio interterritorial que sin duda marcó pautas nuevas en base al gigantesco desarrollo social que permitió. Lo cierto es que, sin el más mínimo plan previo, legislando en la misma medida en que las circunstancias lo exigían y siempre respetando lo dado en la mayor medida de lo posible, el ser humano se vio inmerso en un proceso involuntario que se le impuso: una creciente e imparable complejización social.

No me atrevo a asegurar en este momento que el hombre pueda liberarse de esa esclavitud y ponerse alguna vez por delante del proceso, ni que ello coincida con la entrada en una nueva etapa, un nuevo hito, como el que Nietzsche auguró bajo la denominación de “superhombre”. Es probable que la sociedad actual alcance la frontera del caos y colapse, algo que se vislumbra, una y otra vez como si de una serie de ensayos parciales se tratara, en base a su propia dinámica interna más que al cumplimiento inexorable de una posible ley. No sé ni creo que se pueda predecir de un modo taxativo: más de una vez, las tendencias dominantes en unas circunstancias dadas han sido ellas mismas desplazadas o ahogadas por otras que apenas tenían significación. Es parte de las propiedades visibles de la realidad sobre las que nuestra intuición intenta penetrar la niebla que se le pone delante, desde la que se corresponde con la física hasta la que estudiamos como historia y sociología.

Nada en realidad, ni el alcance al que llegará “La Crisis” ni mucho menos el futuro de los sueños que nacen de nuestro descontento y de nuestra desesperación, resultan seriamente predecibles. En cualquier caso, me reconozco tentado y compelido a imitar a Spinoza y a aquellos otros que pensaron el mundo del hombre sin poderlo evitar, movidos por un irresistible deseo (o “afección” como él decía) que los llama a gozar “con su conocimiento verdadero lo mismo que lo hace con el conocimiento de aquellas que son gratas a los sentidos” (Ibíd., pág 85). Aunque lo de “verdadero” deba tomarse aquí como una manera de decir lo que sentimos cierto, sea porque conviene o porque convendría a nuestro ser, sea porque así nos lo parezca. Es decir, aunque lo “verdaderamente” verdadero sólo tenga una más o menos definida duración vinculada por otra parte a nosotros y a nuestra situación frente a un mundo dado.

Por eso se hace necesario, a mi criterio, situarnos tanto en relación a ese mundo como en relación a nuestros propios intereses en él, situando los dogmas, los mitos, las creencias, los diagnósticos… en su temporalidad precisa y en su historia (o genealogía), explicando su específico rol social, el carácter necesario que para sus defensores y agitadores tienen en cuanto instrumentos de supervivencia, conservación y conquista.

“La Crisis” presente, es en este sentido de lo más idónea para que las cosas que se vislumbraban puedan verse con más nitidez. Sin ninguna duda, no se ha tratado de ningún “trueno en cielo despejado” ni de una contingencia proveniente del “espacio exterior” (como fue en última instancia el “terremoto de Lisboa” o pudiera haber sido “la peste negra” medieval, ambos fenómenos originados fuera del ámbito histórico en el que sin duda incidieron). “La Crisis”, indiscutiblemente, se cocinó en el caldero previo de la “economía del bienestar” en el que Occidente retozaba, ciertamente preocupado y en algunos casos inducido a preocuparse por cosas que la mayoría de sus gentes no alcanzaban a explicarse seriamente -y menos como producto de su propia Historia- aunque confiando aún en “la seguridad” que le brindaba su mundo. Me refiero aquí y en general a la parte mayoritaria de la población occidental y occidentalizada del mundo que podríamos identificar como fundamentalmente receptora más que productora de información y en la cual entrarían por momentos y para ciertas áreas del conocimiento muchos de los que trabajan produciéndola en otras (algo que, permítaseme abundar en ello, debemos contemplar todo el tiempo bajo los actuales parámetros de extrema complejidad social y diversificada división del trabajo).

En realidad, los actores particulares no pueden sustraerse a los apetitos que los han definido como seres sociales específicos dentro del conjunto. Aquellos que gozan reflexionando también han tenido que subordinarse a las normas de la sociedad vigente para mantener hasta donde fuese posible (y a veces en el límite) su actividad más placentera. En esto, no se diferencian gran cosa de las demás gentes cuyo placer pudiera estar y generalmente y cada vez más está fuera de su trabajo habitual, sólo que en su caso el problema deviene mucho más amplio socialmente hablando dada la transmisión de conocimientos e información que producen. Los intelectuales, en cuanto pueden sustraerse de las imposturas que le impone su dependencia social, tienden a poner al descubierto los frutos de su mejor intuición, pero de lo que no pueden sustraerse es de su propia idiosincrasia.

El cuadro que la actual sociedad nos presenta desde cierta distancia, muestra a las masas (en el sentido amplio de receptoras mencionado) en un estado total de indefensión, orfandad y desamparo que las lleva por el momento a la esperanza en que todo vuelva a la “normalidad”. Las masas por lo general, llevan temblando ante la debilidad creciente que observan en sus “sociedades opulentas”. A los embates islamista y oriental basados en la presión ideológica y el desarrollo económico o al menos tecnológico de la periferia ve sumarse la debilidad que produce internamente “La Crisis” en sus países, lo que da lugar a la posibilidad de apropiación mediante los mecanismos tanto tiempo bendecidos y legitimados como beneficiosos y seguros; esos mecanismos, ahora, parecen de repente representar perspectivas contrarias a la deseada libertad. Ahora, además, a los traidores a la causa occidental por parte de los propios políticos, se empieza a ver (para quienes lo quieran ver), o lo empezarán a ver tarde o temprano, las conductas displicentes o irresponsables, si se quiere, de los mercaderes de todo grado y tipo, algunos negociando sin el menor reparo con los nuevos ricos del lejano oriente que acuden en masa a comprar propiedades en USA y pronto en Europa, otros, situados en el extremo de la pirámide financiera del mundo, llevando a cabo políticas de penetración respetuosas del entorno que llaman ni más ni menos y también sin el menor reparo “islamic banking”. Los traidores, pues, parecen multiplicarse a los ojos del común que cada vez entiende menos y pierde cada vez más toda esperanza y con ello toda su confianza. Y, en esta crisis, que está mostrando hasta un extremo considerable (y me atrevo a pronosticar que se acrecentará aún más) la predisposición al egoísmo que caracteriza a los responsables de la sociedad, tanto de la administración de los negocios públicos como de los privados, especialmente de los de mayor escala, el grado en que las masas pueden llegar a vivir su desapego y su orfandad podría llegar a abrir las puertas a revueltas populares tan desesperadas como inconducentes.

Como decía también Spinoza, una sociedad se justifica por la esperanza o el miedo y se soporta en tanto sea “el mal menor”, pero si esto se pierde, lo que él llama “el derecho natural” que algunos individuos e incluso la multitud le han cedido a esa sociedad tiende a ser recuperado y “muchos” acaban por “conspirar lo mismo” (Ibíd., pág. 113). Y eso ha sucedido muchas veces en la Historia, lo que pasa ahora es que ese “Leviatán” que se construyó para que nos protegiera y nos diera la fuerza de “una sola mente”, usando nuevamente las palabras de Spinoza, bestia que siempre ha estado creciendo por su propia cuenta como ya he señalado antes, cuyo engorde no ha seguido nunca el curso de plan previo alguno ni siquiera de quienes la montaban y creían haberla domesticado y controlado, ha llegado a tener una dimensión y una complejidad que la hace hoy por hoy difícil si no definitivamente reducible. Esto, también, se pone en evidencia ante “La Crisis”, mal que les pese a aquellos intelectuales que de una u otra forma declaren enfrentarse a ello: hay, la bestia ha domesticado a tal punto a sus pretendidos beneficiarios que nadie que pretenda domesticarla (que no vencerla o aniquilarla) será capaz de otra cosa que engordarla. Este es, precisamente, el dilema, el carácter intrínsecamente crítico, de todas las utopías. Lo fue siempre, pero hemos llegado (o mejor dicho, las circunstancias nos han llevado) demasiado lejos: la bestia sólo responde a su propio mecanismo, como un verdadero Golem. Sólo podrá morir si estalla con todas nuestras asentadas ambiciones. Y ni siquiera esto es tarea de quienes vivimos en su seno, en ese sentido como Jonás habitaba la monstruosa ballena. En ese sentido, muy posiblemente acabemos muriendo todos con la bestia (real o culturalmente, o sea, tal y como hoy somos) cuando ella colapse.

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