No sé cómo era antes; no lo he observado ni estudiado, y no lo voy a estudiar.
No sé si el fenómeno que describiera Monod (reducción progresiva del promedio global de inteligencia y cultura) ha alcanzado ya suficiente entidad como para ser apreciable.
Lo cierto es que se lee proporcionalmente más (hay más lectores sobre el total de adultos.) Lo señalan las estadísticas y lo noto a mi alrededor, en los transportes públicos, en las escaleras mecánicas, incluso, en algún caso que otro, entre los que se dirigen hacia la salida del metro.
Pero creo que esto es en base al crecimiento de una literatura más simple y mentirosa que no sólo y no tanto evita hacer pensar al lector acerca de la realidad (incluso la más inmediata) sino que le ofrece un espacio en el cual se le garantiza la ausencia de todo pensamiento serio y hasta la misma negación de la causalidad. Una justificación sirve de escudo: la literatura (vendible masivamente) debe ser evasión. De lo contrario, ¿cómo podrá competir con la televisión, los videojuegos , el cine de entretenimiento, los parques temáticos y los centros comerciales; los grandes del ocio de hoy?
Entremos en algunos detalles antes de dar carpetazo hasta otro día y hasta alguna otra miseria.
Hoy en día (no quiero decir que desde ayer mismo) hay una auténtica industria editorial. Incluso cultural con todas sus manifestaciones cada vez más integradas y controladas ideológicamente. Este fenómeno ya no es como era hasta hace algunos años; no en la misma medida.
Una industria de conglomerados multinacionales en los que los Estados están presentes de uno u otro modo, es decir, una industria con un altísimo contenido burocrático (si me lo permitís de nuevo.)
En ese contexto, se producen millares de libros por semana. Hay empresas editoriales gigantescas. Hay un ejército de empleados dedicados al libro en todas sus etapas, incluidas el marketing y la comercialización. Los libros se venden en supermercados y kioscos, se piden de entre un sinfin de productos a través de la Red. Las librerías incorporan entre sus productos cada vez más fetiches (o merchandising) relacionados con las publicaciones. Hay productos múltiples: libro, película, juegos, marchandising...) En paralelo, hoy casi todo el mundo escribe ficción y ensayo, especialmente mucho periodista y, cada vez más, los políticos. Todos quieren dejarle algo a la posteridad... no, me corrijo, todos quieren los beneficios de la posteridad en el presente: prestigio, renombre, presencia global. Un libro da más prestigio que un mayordomo. Además, puede dar un dinerillo extra... que no viene nunca mal.
Muchas veces son complementos vistosos a la vez que efímeros; casi un maquillaje de corta duración. Sirven para salir a escena y poco más. Y se olvidan, objetos equivalentes a los souvenires que se traen de vuelta de las vacaciones.
Esto pasa también con el cine, con la música moderna, con el teatro, con la pintura. Y en alguna medida, menor, con la ejecución de música culta. En realidad, toda la cultura está sujeta a las leyes del mercado de masas, para lo cual era necesario una literatura de masas (y un cine, una música, un teatro, una pintura...)
Quizá antes, pienso que sólo en parte en todo caso, ya era así. El entretenimiento existía, las masas acudían al The Globe y se entretenían viendo a Shakespeare. En realidad reían y afirmaban sus sospechas cada vez que se les mostraba una caricatura bien hecha de la realidad que los rodeaba: la mezquindad de los que fueron reyes, las utopías de los que eran príncipes, la malicia de las ambiciosas, la falta de responsabilidad pública y la mediocridad de los traidores y conjurados... Esas cosas los hacían pensar, afirmaban los resortes del pensamiento, mostraban (se equivocaran o no al apuntar) las causas y los efectos...
Hoy no diré que se persiga adrede que la gente no piense, pero lo cierto es que lo que se ofrece al público son volumenes (nunca mejor dicho) que tienen como sello de garantía de su proliferación y difusión la ausencia de profundidad.
Hace tiempo que considero que los planes nacen a instancias de las tendencias imperantes, que no hay planes de dios ni planes de los hombres que se puedan imponer a contracorriente. No hay una conspiración, ni divina ni humana ni imperialista ni yanqui. El hombre en su trinchera, dispara y carga su fusil. Los editores, imbuidos de su rol capitalista, buscan el producto más idóneo y lo lanzan al mercado. Responden a la demanda, nada más.
To be or not to be: sólo puede tratarse de que se compra lo que no hace pensar, y sólo puede hacerse esto porque se desea continuar sin pensar o al menos pensando muy poco.
Se trata, pues, de lo que se desea (y los buenos fabricantes de productos para el mercado no pueden sino responder a la demanda, detectarla y satisfacerla.) El lector y el espectador de masas típico quiere sumergirse en un espacio en donde todo sea relativo (y no en el sentido científico del término), en donde todo sea posible sin que medie ni haga falta ninguna explicación, sin que importen las causas, siendo aceptable la explicación que sea. Se trata de un mundo como el de Alicia en el País de las Maravillas, un mundo en el que personajes como ZP, Chávez, Evo Morales, Kirchner o, sin dudas, Castro (por mencionar sólo a algunos castellanoparlantes, es decir, a aquellos que debiéndoseles entender todo se les entiende cada vez menos), y, de cualquier modo, como todos los políticos mesiánicos de estos tiempos (sucesores más grises pero también más sutiles de Hitler, Musolini o Stalin y, más allá, de Robespierre y de Marat), hablen el poco idioma que hablen, líderes de todos los grupos políticos empezando por ETA o por Los Verdes hasta abarcar a todos los demás, y los "filósofos" al estilo de Marina o de Philip Pettit, todos ellos, tengan el derecho de jugar a milagreros capaces (de contar con más de talla y más locura) de imponer al mundo las reglas de su invención en el mejor estilo del Sombrerero Loco.
Esto, yo diría, que va más allá incluso de los deseos mágicos del pueblo. Lo que se necesita y se pide ahora no es ni siquiera una solución, sino confirmar en esas historias mágicas, incongruentes y superficiales que se presentan como cotidianas y coetáneas, que el funcionamiento del mundo de hoy es normal, que también en él debe haber conspiraciones secretas y sectas poderosas que manejan los hilos, que el mundo sigue siendo de incumbencia exclusiva de los sacerdotes, que lo incomprensible debe ser esotérico y que ellos sabrán...
No se trataría en consecuencia de soñar ahora con paraísos y utopías, eso parece superado o en vías de extinción, sino de comprender (o sea, de no comprender) que las cosas son como son y que no por ello pasa nada, porque todo puede ser explicado con un eufemismo o una simplicidad. Si no, ¿cómo explicarse que la vida social continúe, la economía marche, la tecnología nos acerque, a pesar de todo, al futuro? Tiene que haber un mecanismo oculto que lo mueva todo para que las cosas salgan como deben salir... Un realismo de causas oscuras se ha instalado en la mente de la gente, la idea de que son habitantes pasivos de un mundo de juguete manejado por dioses en el que hay que vivir sin comprender, pero sobre todo, aceptando todas las explicaciones que nos suministren porque todas son posibles, aunque las de hoy desdigan a las de ayer y luego no sean ni mínimamente sólidas y sean tan poco duraderas como las anteriores.
Creo que eso es lo que proveen los "códigos Da Vinci" y las "sábanas blancas", las "catedrales del mar" y yo qué sé cuántos misterios huecos, rimbombantes y huecos, superficiales e incluso pueriles en el lenguaje y las metáforas, similares los unos a los otros, que cubren mesas de novedades o de éxitos, figuran decenas de semanas entre los más leídos y son llevados a pesar de su peso de la casa al trabajo y del trabajo a la casa: pensar en poco y aceptarlo todo cada vez más fácilmente.
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