Las burocracias políticas más temibles han descubierto (y redescubierto, reinventado o rescatado de los abismos de la Historia) muchas soluciones útiles. Entre ellas, ocupan un primer plano las que les permiten obtener apoyos fieles, a ser posible baratos y mejor aún si dan réditos adicionales o... colaterales, como se dice en estos casos. Las más sutiles corresponden a la inculcación en la conducta idónea del ciudadano sumiso y militante que se aplica a los niños, ciudadanos que se deberán sumar a quienes sepan vivir con de las raciones del botín global que el gobierno distribuya buenamente (he tratado esto en otra ocasión) y a cambio limitarse a recitar unos cuantos slogans para el momento sin preocuparse de su coherencia, sentido o significación sobre la base de asumir que, por estar originados en el equipo gobernante, fiel a su vez al líder, responden a la estrategia idónea y justa. Un buen ejemplo lo tenemos en los programas de las ikastolas y demás escuelas del los nacionalismos del Estado y con "La Educación para la Ciudadanía", por ejemplo.
En el extremo, la misma comprensión alcanzada por los mencionados estrategos de que los niños constituyen un ejército particularmente útil es la que puso en pie la Kampuchea Democrática y los ejércitos infantiles, como el que organizaron los hutus, así como los guardianes de los "Diamantes de sangre" o como el que existe y se sigue organizando ahora mismo en "Burma" (sirva de paso esto a modo de denuncia).
En uno u otro caso así como en los muchos intermedios, se están formando cada vez más eficaces ejércitos de primera al servicio de los soberanos ideológicos, sobre todo si son pobres en armamento atómico (cosa que están, además, empeñados en subsanar también). Esos ejércitos, como ya hay sobrados ejemplos, son muy eficaces en acciones terroristas y de espionaje, buenos escudos y y también, cuando están mutilados, al menos mal heridos, inclusive muertos, sirven extraordinariamente de propaganda y directamente de bandera. O sea, que son muy versátiles además de baratísimos y de producción simple y constante...
Esto explicaría que estos sistemas, en donde el niño se perfila como el material idóneo por antonomasia para garantizar la conservación y extensión del poder por parte de una de las mencionadas burocracias, estén resultando cada vez más utilizados.
El hecho escandaliza a las buenas conciencias occidentales (y me incluyo entre ellas obviamente... recnociendo al mismo tiempo que se trata de una postura histriónica). No obstante, y en honor a la honestidad extrema, deberíamos empezar por comprender y asumir que aquellos que producen y alimentan esas prácticas no son marcianos al estilo de "Mars attack" sino, básicamente, seres... como uno.
Porque... ¿hay acaso en estas prácticas algo que contradiga la esencia de las viejas razones por las que los seres humanos consideraron necesario tener hijos; o no se tienen desde el principio de los tiempos para que "honren a su padre y a su madre" o que deban mantenerse fieles a sus ancestros y a los dioses -de hecho los ancestros más remotos que puedan suponerse-? ¿Y no se erigen las autoridades en los verdaderos padres, de la patria, del futuro... hasta el punto en que una y otra cosa se confunden y se sustituyen?
Los propios padres civilizados que nosotros somos, por otra parte... ¿qué proponen, desean o sugieren para sus propios hijos sino que formen batallones resistentes a las amenazas e incluso ofensivos, si es que unas y otras cosa llegaran a ser reales? Porque... ¿no los tendremos en Occidente para dejar que se sumen a esos batallones de la esclavitud y de la muerte o para que se sometan mansamente a ellos, verdad? ¿E incluso... no los condenaremos por anticipado si nace en ellos la furia incontenible y la sed de venganza?
Milan Kundera relata en "El arte de la novela" (Tusquets Editores, Barcelona, 2000) cómo un día fue consciente del rol dictatorial de la paternidad que de tantas maneras sorprendentes se realiza. Ese día encuentra a una amiga que había sufrido persecución por parte de los comunistas llorando a causa de un acto indolente de su hijo de 26 años por lo que se anima a opinar delante de ambos que se trata de "una bobada" (sic) por la que no debería sentirse tan afectada. Esta crítica a la madre produce sin embargo un efecto curioso: es el muchacho el que interviene... realizando una autocrítica y prometiendo ante ambos que será "tal y como mi madre desea" (sic) tras lo que Kundera concluye:
Recomiendo el resto, que no tiene desperdicio y que no sé si logro trasmitir en toda su dimensión.
Lo cierto es que el mundo del horror es nuestro mundo y que no sólo nos rodea sino que nos habita; que es, como decía, quizá más crudamente que nadie, Nietzsche, la manera en que se manifiesta la vida... la humanidad... la Historia.
Esa Historia puede considerarse como UNA, la de La Humanidad, pero sólo formalmente, como consigue llevar a cabo su trabajo La Razón. En los hechos, se trata de un eufemismo. En los hechos, como bien resume Judith Rich Harris:
Y en gran medida por ello, ni más ni menos: "la historia no sirve para discriminar el bien y el mal, dirimir el conflicto moral" como afirma Leo Strauss en "El renacimiento del racionalismo política clásico" en obvia consonancia con Nietzsche, cuyo otro yo, dicho sea de paso, habría tenido que alzarse contra sí mismo para criticar sus intentos vanos de rescatar lo positivo como si esto pudiese ser más absoluto y ahistórico que lo opuesto como componentes de la Vida.
Y es que ahí está la diyuntiva del pensamiento: no puede describir su propia necesidad formal ni puede eludir la necesidad de emitir juicios absolutos. Y cada grupo... tiene y tendrá los suyos por imperativo genético pero también específicamente social.
Platón, en el "Timeo" (Alianza, Clásicos..., Madrid, 2004, pág. 50 y siguientes), reconocía la necesidad de "guardianes" probos para defender la ciudad, guerreros que sin embargo encerraban peligrosidad, ya que podían caer bajo la influencia de un grupo que no fuera... digamos... precisamente... platónico, es decir, encerraba el peligro para quienes lo necesitaban. Platón, Jenofonte, Aristóteles soñaban con la República de los Sabios, de los Justos, de los Virtuosos... pero la realidad se imponía del mismo modo que se sigue imponiendo: "... ¿cómo (se pregunta Strauss siguiendo a Jenofonte) lograrán los sabios conquistar la obediencia de los no sabios?" y se contesta, con Jenofonte, "La obediencia requerida no sobrevendrá sin el uso de la fuerza. Por consiguiente, los pocos sabios necesitarán el apoyo de un número bastante grande de auxiliares leales (...) Se persuadirá a los no sabios por medio de un noble engaño." ("El problema de Sócrates: cinco conferencias", en "El renacimiento del racionalismo político clásico", Amorrortu, Bs.As., 2007, pág. 239), que fue lo que acaba sugiriendo Platón al final de su discurso. Porque no hay más. Y esto tanto para uno como para otro bando, ambos afirmándo que la verdad está con ellos, ambos apoyándose en el propio autoengaño para poder engañar.
A fin de cuentas: absolutos que se erigen sin ninguna superioridad demostrable, que se erigen bien sea tentativamente, como mitos posibles ofrecidos a la sociedad con la pretensión consciente o inconsciente de que sean instituidos, empezando por los iguales o los seguidores, o que se impongan por la fuerza si se cuenta con ella, o mediante una u otra táctica de engaño, desconcierto y traición. Absolutos de los que el hombre no puede prescindir como ha sido dicho tantas veces como pocas se ha asumido (por los propios filósofos me refiero, claro).
Ante todo ello, ¿cómo no sentir un profundo dolor en esos momentos calmos en que no somos presos de la ira o de la necesidad...? ¿Cómo no exclamar ante la visión distante que nos suministra una película, un novela o un artículo de prensa, incluso a cuenta de nuestra fría capacidad de imaginarlo: "¡Oh, dolor; oh, desesperanza!", "¡Horrore, horrore!"? ¿Cómo, en fin, no expresar sentimientos reales a la vez que, más que políticamente, socialmente correctos?
Strauss señala que ante el galimatías, cobra una importancia capital la persuasión (ibíd., pág. 240) cuya impracticabilidad también pone en evidencia con el ejemplo de Sócrates (pág. 225). No se trata pues sino una nueva engañifa racionalista que adquiere toda su dimensión cada vez que una minoría sufre el peso del totalitarismo de las mayorías expresado en una manera de vivir y de pensar masivos y está totalmente imposibilitada para influir y no digamos actuar en contra (en el extremo, un individuo, como Sócrates). Justamente lo que nuestra época ha instituido de manera radical y que parece peligrosa, insoportablemente estable durante sus prolongadas etapas de Paz en donde las armas parecen meros fantasmas en coma cuyo despertar se posterga, globalmente, sine die o se relega a la periferia, a los suburbios, lejos del hombre blanco (que ahora ya es también amarillo y negro, como puede verse alrededor), en cualquier caso, en algún otro país. Una época de globalización donde ya no hay, como ya supo ver Nietzsche en el siglo XIX, ni un sólo territorio donde poder exiliarse o huir. Porque, volviendo a la cuestión de las posiciones y de nuevo con Strauss, "Todas las posiciones de este tipo son igualmente verdaderas o falsas: verdaderas desde adentro, falsas desde afuera" ("Ciencia Social y Humanismo", ibíd, pág. 58), al tiempo que no podemos dejar de asumir nuestra pertenencia a uno y sólo un "adentro", ya que "La comprensión empática universal es imposible" (ibíd., pág. 60).
Lo describió Nietzsche con meridiana claridad y contundencia: "sólo a partir del establecimiento de la ley existen lo justo y lo injusto" ya que "a las situaciones de derecho no le es lícito ser nunca más que situaciones de excepción (...) que están subordinadas a la finalidad global de aquella voluntad (la de poder, la "de vida" según privilegia Nietzsche en exclusiva, ignorando que "la vida" también tiene componentes negativos) como medios particulares: es decir, como medios para crear unidades mayores de poder" ("Genealogía de la moral", Alianza, Madrid, 2006, pág. 126).
Y todo esto hay que saberlo, saberlo y asumirlo, y ello en el límite de nuestra propia idiosincrasia, porque por una parte no se pueden alabar todas las contrapuestas acciones o prácticas del poder y de los poderosos de cada momento (por la filosofía al menos y simplemente por su incapacidad intrínseca, por su idiosincrasia fundamental; y la filosofía ES nuestro grupo -no lo hace ni siquiera Nietzsche aunque lo parezca ni siquiera en nombre de algo como la vida que tan bien parece justificarlo-). Sí, en definitiva hay que reconocerlo, puesto que nada, ni la cicuta, podrá darnos la ilusión de que pueda ser resuelto.
En el extremo, la misma comprensión alcanzada por los mencionados estrategos de que los niños constituyen un ejército particularmente útil es la que puso en pie la Kampuchea Democrática y los ejércitos infantiles, como el que organizaron los hutus, así como los guardianes de los "Diamantes de sangre" o como el que existe y se sigue organizando ahora mismo en "Burma" (sirva de paso esto a modo de denuncia).
En uno u otro caso así como en los muchos intermedios, se están formando cada vez más eficaces ejércitos de primera al servicio de los soberanos ideológicos, sobre todo si son pobres en armamento atómico (cosa que están, además, empeñados en subsanar también). Esos ejércitos, como ya hay sobrados ejemplos, son muy eficaces en acciones terroristas y de espionaje, buenos escudos y y también, cuando están mutilados, al menos mal heridos, inclusive muertos, sirven extraordinariamente de propaganda y directamente de bandera. O sea, que son muy versátiles además de baratísimos y de producción simple y constante...
Esto explicaría que estos sistemas, en donde el niño se perfila como el material idóneo por antonomasia para garantizar la conservación y extensión del poder por parte de una de las mencionadas burocracias, estén resultando cada vez más utilizados.
El hecho escandaliza a las buenas conciencias occidentales (y me incluyo entre ellas obviamente... recnociendo al mismo tiempo que se trata de una postura histriónica). No obstante, y en honor a la honestidad extrema, deberíamos empezar por comprender y asumir que aquellos que producen y alimentan esas prácticas no son marcianos al estilo de "Mars attack" sino, básicamente, seres... como uno.
Porque... ¿hay acaso en estas prácticas algo que contradiga la esencia de las viejas razones por las que los seres humanos consideraron necesario tener hijos; o no se tienen desde el principio de los tiempos para que "honren a su padre y a su madre" o que deban mantenerse fieles a sus ancestros y a los dioses -de hecho los ancestros más remotos que puedan suponerse-? ¿Y no se erigen las autoridades en los verdaderos padres, de la patria, del futuro... hasta el punto en que una y otra cosa se confunden y se sustituyen?
Los propios padres civilizados que nosotros somos, por otra parte... ¿qué proponen, desean o sugieren para sus propios hijos sino que formen batallones resistentes a las amenazas e incluso ofensivos, si es que unas y otras cosa llegaran a ser reales? Porque... ¿no los tendremos en Occidente para dejar que se sumen a esos batallones de la esclavitud y de la muerte o para que se sometan mansamente a ellos, verdad? ¿E incluso... no los condenaremos por anticipado si nace en ellos la furia incontenible y la sed de venganza?
Milan Kundera relata en "El arte de la novela" (Tusquets Editores, Barcelona, 2000) cómo un día fue consciente del rol dictatorial de la paternidad que de tantas maneras sorprendentes se realiza. Ese día encuentra a una amiga que había sufrido persecución por parte de los comunistas llorando a causa de un acto indolente de su hijo de 26 años por lo que se anima a opinar delante de ambos que se trata de "una bobada" (sic) por la que no debería sentirse tan afectada. Esta crítica a la madre produce sin embargo un efecto curioso: es el muchacho el que interviene... realizando una autocrítica y prometiendo ante ambos que será "tal y como mi madre desea" (sic) tras lo que Kundera concluye:
"Lo que el Partido nunca consiguió hacer con la madre, la madre consiguió hacerlo con su hijo." (ibíd., pág. 125), lo que llevará al autor de "La insoportable levedad del ser" a calificar la escena de "miniproceso estaliniano" (ibíd.)
Recomiendo el resto, que no tiene desperdicio y que no sé si logro trasmitir en toda su dimensión.
Lo cierto es que el mundo del horror es nuestro mundo y que no sólo nos rodea sino que nos habita; que es, como decía, quizá más crudamente que nadie, Nietzsche, la manera en que se manifiesta la vida... la humanidad... la Historia.
Esa Historia puede considerarse como UNA, la de La Humanidad, pero sólo formalmente, como consigue llevar a cabo su trabajo La Razón. En los hechos, se trata de un eufemismo. En los hechos, como bien resume Judith Rich Harris:
"Los grupos no necesitan una razón para odiar a otros grupos: el solo hecho de que ellos son ellos y nosotros nosotros ya basta." ("El mito de la educación", DeBolsillo, 1999, pág. 157)
Y en gran medida por ello, ni más ni menos: "la historia no sirve para discriminar el bien y el mal, dirimir el conflicto moral" como afirma Leo Strauss en "El renacimiento del racionalismo política clásico" en obvia consonancia con Nietzsche, cuyo otro yo, dicho sea de paso, habría tenido que alzarse contra sí mismo para criticar sus intentos vanos de rescatar lo positivo como si esto pudiese ser más absoluto y ahistórico que lo opuesto como componentes de la Vida.
Y es que ahí está la diyuntiva del pensamiento: no puede describir su propia necesidad formal ni puede eludir la necesidad de emitir juicios absolutos. Y cada grupo... tiene y tendrá los suyos por imperativo genético pero también específicamente social.
Platón, en el "Timeo" (Alianza, Clásicos..., Madrid, 2004, pág. 50 y siguientes), reconocía la necesidad de "guardianes" probos para defender la ciudad, guerreros que sin embargo encerraban peligrosidad, ya que podían caer bajo la influencia de un grupo que no fuera... digamos... precisamente... platónico, es decir, encerraba el peligro para quienes lo necesitaban. Platón, Jenofonte, Aristóteles soñaban con la República de los Sabios, de los Justos, de los Virtuosos... pero la realidad se imponía del mismo modo que se sigue imponiendo: "... ¿cómo (se pregunta Strauss siguiendo a Jenofonte) lograrán los sabios conquistar la obediencia de los no sabios?" y se contesta, con Jenofonte, "La obediencia requerida no sobrevendrá sin el uso de la fuerza. Por consiguiente, los pocos sabios necesitarán el apoyo de un número bastante grande de auxiliares leales (...) Se persuadirá a los no sabios por medio de un noble engaño." ("El problema de Sócrates: cinco conferencias", en "El renacimiento del racionalismo político clásico", Amorrortu, Bs.As., 2007, pág. 239), que fue lo que acaba sugiriendo Platón al final de su discurso. Porque no hay más. Y esto tanto para uno como para otro bando, ambos afirmándo que la verdad está con ellos, ambos apoyándose en el propio autoengaño para poder engañar.
A fin de cuentas: absolutos que se erigen sin ninguna superioridad demostrable, que se erigen bien sea tentativamente, como mitos posibles ofrecidos a la sociedad con la pretensión consciente o inconsciente de que sean instituidos, empezando por los iguales o los seguidores, o que se impongan por la fuerza si se cuenta con ella, o mediante una u otra táctica de engaño, desconcierto y traición. Absolutos de los que el hombre no puede prescindir como ha sido dicho tantas veces como pocas se ha asumido (por los propios filósofos me refiero, claro).
Ante todo ello, ¿cómo no sentir un profundo dolor en esos momentos calmos en que no somos presos de la ira o de la necesidad...? ¿Cómo no exclamar ante la visión distante que nos suministra una película, un novela o un artículo de prensa, incluso a cuenta de nuestra fría capacidad de imaginarlo: "¡Oh, dolor; oh, desesperanza!", "¡Horrore, horrore!"? ¿Cómo, en fin, no expresar sentimientos reales a la vez que, más que políticamente, socialmente correctos?
Strauss señala que ante el galimatías, cobra una importancia capital la persuasión (ibíd., pág. 240) cuya impracticabilidad también pone en evidencia con el ejemplo de Sócrates (pág. 225). No se trata pues sino una nueva engañifa racionalista que adquiere toda su dimensión cada vez que una minoría sufre el peso del totalitarismo de las mayorías expresado en una manera de vivir y de pensar masivos y está totalmente imposibilitada para influir y no digamos actuar en contra (en el extremo, un individuo, como Sócrates). Justamente lo que nuestra época ha instituido de manera radical y que parece peligrosa, insoportablemente estable durante sus prolongadas etapas de Paz en donde las armas parecen meros fantasmas en coma cuyo despertar se posterga, globalmente, sine die o se relega a la periferia, a los suburbios, lejos del hombre blanco (que ahora ya es también amarillo y negro, como puede verse alrededor), en cualquier caso, en algún otro país. Una época de globalización donde ya no hay, como ya supo ver Nietzsche en el siglo XIX, ni un sólo territorio donde poder exiliarse o huir. Porque, volviendo a la cuestión de las posiciones y de nuevo con Strauss, "Todas las posiciones de este tipo son igualmente verdaderas o falsas: verdaderas desde adentro, falsas desde afuera" ("Ciencia Social y Humanismo", ibíd, pág. 58), al tiempo que no podemos dejar de asumir nuestra pertenencia a uno y sólo un "adentro", ya que "La comprensión empática universal es imposible" (ibíd., pág. 60).
Lo describió Nietzsche con meridiana claridad y contundencia: "sólo a partir del establecimiento de la ley existen lo justo y lo injusto" ya que "a las situaciones de derecho no le es lícito ser nunca más que situaciones de excepción (...) que están subordinadas a la finalidad global de aquella voluntad (la de poder, la "de vida" según privilegia Nietzsche en exclusiva, ignorando que "la vida" también tiene componentes negativos) como medios particulares: es decir, como medios para crear unidades mayores de poder" ("Genealogía de la moral", Alianza, Madrid, 2006, pág. 126).
Y todo esto hay que saberlo, saberlo y asumirlo, y ello en el límite de nuestra propia idiosincrasia, porque por una parte no se pueden alabar todas las contrapuestas acciones o prácticas del poder y de los poderosos de cada momento (por la filosofía al menos y simplemente por su incapacidad intrínseca, por su idiosincrasia fundamental; y la filosofía ES nuestro grupo -no lo hace ni siquiera Nietzsche aunque lo parezca ni siquiera en nombre de algo como la vida que tan bien parece justificarlo-). Sí, en definitiva hay que reconocerlo, puesto que nada, ni la cicuta, podrá darnos la ilusión de que pueda ser resuelto.
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