¿Ansiedad incontenible? ¿Certeza de que uno puede desaparecer en cualquier momento? ¿Temor a desaprovechar el ingenio que quizá no vuelva, al desánimo amenazante, a la pereza futura?
Es probable. Pero, me repito ahora, al hilo de lo que estoy escribiendo, tendré al menos que intentarlo: aligerar la información para que la que llegue lo haga con contundencia, con fluidez y con suficiente atractivo. Sí, creo que debo pensar del mismo modo en que lo hice en la frontera de la madurez, cuando dejé de buscar, al mismo tiempo, un modo de llegar a las estrellas y de viajar en el tiempo. En síntesis, cuando descubrí que mi omnipotencia era un delirio infantil, que nunca sería ni Superman ni Cristo ni tan siquiera Einstein (¿tan siquiera?, en fin, las jerarquías estaban establecidas en aquellos años por los sueños, y en ellos la fantasía puede más que la realidad.)
El otro reto, más allá de la forma pero que tiene a esta como vehículo, igual que la transfusión requiere la aguja y la jeringa, es conseguir provocar una nueva conciencia.
"Una nueva conciencia" quiere decir, o lo pretende, siguiendo a Leavis y a Ford (podéis releer la cita que antecede a la novela y que reproduzco bajo la portada en la solapa de la derecha), un nuevo descubrimiento de la mente, un despertar de la conciencia a un hecho o a un suceso novedoso, a una extrañeza. Por ahí andan unos expertos (Latour, Stengers) hablando de "faitiches" (en spanglish "factiches") con la intención de poner en evidencia la simultaneidad o correspondencia de hechos y mitos y algunas cosas más que trasmiten con intencionada falta de claridad -usando lenguajes de secta, esotéricos, "poéticos"; en fin, una pena, porque tal vez se podría aplicar el término a aquellas situaciones narradas que cuando se dicen (por escriben) bien consiguen en el lector el efecto que produce la propia experiencia.
¿Qué significa entonces escribir bien?, pues, ni más ni menos, que se logra ese resultado.
Me atreveré a extrapolar de F.R.Leavis ("D.H.Lawrence, novelista", Barral Editores, Barcelona, 1972), cuando resaltaba la capacidad literaria que observaba en las historias escritas por D.H.Lawrence, que se debe repetir el mismo efecto que el que experimenta un niño cuando establece un vínculo, primero de observación y luego de manipulación, con una situación con la que hasta ese momento no se había encontrado. El niño (una niña en uno de los textos analizados, ob.cit., pags. 180 en adelante), adquiere, de repente, conciencia (en este caso, antes de que sea natural), sufre conmociones que despiertan en ella emociones que no comprende pero que la marcan, que son imperecederas (al menos tendencialmente), que dejarán por tanto un registro en la conciencia, un registro que la hará crecer para bien o para mal. Para afirmar más adelante:
"...uno de los dones distintivos de los novelistas: el poder de consignar, de evocar la vida y las costumbres con una intensidad convincente- el poder de evocar la presencia viviente creada que nos obliga a reconocer la verdad, la fuerza y la novedad de la percepción que consigna." (ibíd., pag. 282.)
Yo pienso, atando cabos, que el fenómeno es tan reiterativo a lo largo de la vida infantil que deja en sí mismo una marca indeleble. Creo que se convierte en lo que en psicología se podría denominar un ritual. No me parece aventurado pensar que ese es el ritual que repetimos cada vez que nos dejamos llevar y consiguen llevarnos a través de una historia bien contada.
Eso podría explicar por qué cada vez que leemos una buena novela o un buen cuento volvemos a conmovernos y, consecuentemente, a sentir que nuestra conciencia se amplía, que extraemos algo de entre las páginas para nosotros mismos.
Esa novela (al final de la lectura también, pero realmente en cada uno de sus secuencias vitales, y el final es de las decisivas) y esos cuentos, están escritos de tal forma que nos hacen revivir esas sensaciones de la infancia.
Yo diría que, aunque no nos dijeran nada que ya no supiésemos, aunque simplemente nos repitieran lo que ya hemos experimentado en carne propia, un buen texto literario nos conmovería igualmente en la medida en que consiguiera hacernos revivir la emoción de nuestros primeros años, el mismo tipo de emoción ante la sorpresa y la revelación, ante la extrañeza y el descubrimiento. Un descubrimiento engañoso, tramposo, porque sólo es siempre la punta del ovillo, pero necesario para continuar (¿acaso un libro tras otro?)
Para ello, el escritor, de serlo en sentido estricto (en el sentido que trasmite Leavis), debe saber tender las trampas para atrapar al lector en esa recuperación de su experiencia infantil. Debe hacerlo prisionero de una trama que le haga creer que se halla ante algo que desconoce (una intriga) y que se le revelará poco a poco, junto con los personajes (unos u otros); que entra otra vez en la ignorancia y que irá saliendo de ella al final. No, claro, de toda ignorancia, sino de aquella que el propio texto define. Incluso, en una novela, de una secuencia a otra, conquistando la conciencia que se le ofrece una y otra vez.
Bien, aquí os dejo, mis selectísimos espectadores, para volver a enfrentarme a ese mega y medio largo lleno de caprichitos que espero no lleguéis a conocer... con el objeto de conseguir un texto digno de despertar al menos unas ¿500?, ¿1000?, quién sabe, digamos unas cuantas nuevas conciencias.
3 comentarios:
"el poder de consignar, de evocar la vida y las costumbres con una intensidad convincente- el poder de evocar la presencia viviente creada que nos obliga a reconocer la verdad, la fuerza y la novedad de la percepción que consigna"
Exacto. Qué otra cosa hace una novela (buena). Estoy tomando nota en un cuaderno que tengo por aquí, esperando ver qué logro asimilar...
Pues éso... pero para conseguirlo, como con todo, no sólo hace falta fuerza imaginativa y demás talentos intelectuales, no sólo trabajo duro y autocrítico, sino también ser capaz de neutralizar las manías que se oponen a que el texto sea reconocible y asimilable. Las demás manías, incluso la locura, si ayudan, suele producir también obras de arte.
Un abrazo virtual y gracias por permanecer un tiempo ahí, sentado, "escuchando".
Había un escritor de guiones que decía que había que aprender a matar a tus queridas. Así de simple, así de complejo.
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