Constantemente nos encontramos (sé que no sólo es mi caso) con actos humanos que nos repugnan, pero también con muchos que nos complacen y que llegan a provocar incluso nuestra admiración, la identificación y hasta la veneración. Esto sucede cuando asistimos a manifestaciones más o menos significativas de generosidad, de valentía o de arrojo, de lucidez o de inteligencia, de creatividad o de ingenio. Cuando eso sucede, tendemos a reivindicar a la especie a la que pertenecemos, a sentirnos conformes por pertener a ella y no a la inversa como a la vista de los casos opuestos. Cada vez que los demás actúan positivamente, nos sentimos esperanzados, creemos que será posible conseguir un mundo mejor, soñamos con él como con una meta factible.
No es posible evitarlo, ni hay por qué intentar reprimirlo. Al menos a mí no me parecería lógico ni saludable. Pero me pregunto si todo ese maremagnum de sentimientos encontrados, de proyecciones ilusorias, de estados alternos de esperanza y desazón, no constituyen un conjunto indisoluble que siempre irá a los tumbos, más o menos conscientemente de su debilidad congénita. Una debilidad que lleva tanto a inventar dioses como a soñar con soluciones mágicas que algún día caigan de sus reinos, y a poner nuestras vidas no sólo al servicio de la marcha sin meta sino al de las metas que terminan resultándoles repugnantes a unos o a otros y sin duda a mí. En fin, un círculo lleno de círculos; quizás un eterno retorno.
1 comentario:
No sé porque será exactamente, pero imagino que todo viene de un gen primigenio que nos hace sentir empatía en pro de la continuidad de la raza y para no extinguirnos matándonos unos a otros por lo estúpidos que son los otros.
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